Se moría la vía láctea por dormir una hora tan sólo
sobre los trigos,
una hora siquiera para olvidar tanto camino
derramado,
tanto último eco de almas anónimas de héroes
recuperadas por el aire.
Ya sé salvarme a ciegas de esas torres que han
de preguntar al alba por el origen de mi cuna.
Soy ése,
ese mismo que sigue la ruta aérea de su sangre sin
querer abrir los ojos.
Nacen pájaros que corren el peligro de estrellarse
contra los astros más próximos.
Mis pies han demostrado que si hay piedras en el
cielo son casi inofensivas
allí donde las manos escogen para reposo la
penumbra de las guitarras,
y los cabellos recuerdan todavía el llanto de los
sauces cuando fallecen los ríos.
Mañana me oiréis afirmar que aún existen alturas
donde los oídos perciben el rastro de una hoja
muerta diez siglos antes y ese nombre velado que
flota en el descenso de las voces desaparecidas.
Y a mí no me hace falta para nada comprobar la
redondez de la Tierra.
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