No hay episodio de Tebas en que falte el ciego adivino Tiresias. Poco después de
este coloquio comenzaron las desventuras de Edipo -es decir; se le abrieron los ojos
y él mismo se los reventó horrorizado.
(Hablan Edipo y Tiresias.)
EDIPO. Viejo Tiresias, ¿debo creer lo que aquí en Tebas se dice: que los dioses te han
enceguecido por envidia?
TIRESIAS. Si es cierto que todo nos lo envían ellos, debes creerlo.
EDIPO. ¿Tú qué dices?
TIRESIAS. Que se habla demasiado de los dioses. Estar ciego no es una desgracia
distinta a la de estar vivo. Siempre he visto cómo las desgracias llegan a tiempo allí
donde deben llegar.
EDIPO: Pero, entonces, ¿para qué sirven los dioses?
TIRESIAS: El mundo es más viejo que ellos. Ya llenaba el espacio y sangraba,
gozaba, era el único dios -cuando el tiempo aún no había nacido. Las cosas mismas
reinaban entonces. Ocurrían cosas- ahora, a través de los dioses, todo se ha
convertido en palabras, ilusiones, amenazas. Pero los dioses pueden fastidiar, acercar
las cosas o alejarlas. No pueden tocarlas ni cambiarlas.
Llegaron demasiado tarde.
EDIPO: ¿Y eres tú, sacerdote, quien dice esto?
TIRESIAS: Si no supiera al menos esto, no sería sacerdote.
Piensa en un niño que se baña en el Asopo. Es una mañana de verano. El muchacho
sale del agua y vuelve a ella feliz, se zambulle y vuelve a zambullirse. Se siente mal y
se ahoga. ¿Qué papel juegan aquí los dioses? ¿Deberá atribuir a esos su fin, o en
cambio el placer que disfrutó? Ni una cosa ni otra. Algo ha acontecido -que no es
bueno ni malo, que no tiene nombre- luego los dioses le darán un nombre.
EDIPO: ¿ Y dar un nombre, explicar las cosas, te parece poco, Tiresias?
TIRESIAS: Eres joven, Edipo, y como los dioses, que son jóvenes, esclareces tú
mismo las cosas y las nombras. No sabes todavía que bajo la tierra está la roca, y que
el cielo más azul es el más vacío. Para quien no ve, como yo, todas las cosas son un
choque, nada más.
EDIPO: Pero, sin embargo, tú has vivido frecuentando a los dioses. Durante largo
tiempo te has ocupado de las estaciones, de los placeres, de las miserias humanas.
Más de una fábula se cuenta de ti, como si fueras un dios. Y alguna muy extraña, tan
insólita que seguramente deberá tener un sentido- tal vez el de las nubes en el cielo.
TIRESIAS: He vivido mucho. He vivido tanto que cada historia que escucho me
parece la mía. ¿ Qué decías del sentido de las nubes en el cielo?
EDIPO: Una presencia en medio del vacío...
TIRESIAS: Pero ¿cuál es esa fábula a la que atribuyes un sentido?
EDIPO: ¿Siempre has sido lo que eres, viejo Tiresias?
TIRESIAS: Ah, te comprendo. La historia de las serpientes. Cuando fui mujer
durante siete años. Y bien ¿qué hallas tí en esa historia?
EDIPO: A tí te ha acontecido y tú lo sabes. Pero tales cosas no acontecen sin un dios.
TIRESIAS:¿Lo crees? Todo puede suceder en la Tierra. No hay nada insólito. En
aquel tiempo me disgustaban las cosas del sexo-pensaba que envilecía el espíritu, la
santidad, mi carácter. Cuando vi a las dos serpientes gozarse y morderse sobre el
muslo, no pude reprimir mi despecho: las toqué con el bastón. Poco después era
mujer-y durante años mi orgullo estuvo obligado a soportar. Las cosas del mundo son
rocas, Edipo.
EDIPO:¿Pero es verdaderamente tal vil el sexo de la mujer?
TIRESIAS: Nada de eso. No existen cosas viles, salvo para los dioses. Hay, sí,
fastidios, disgustos e Ilusiones que al tocar la roca se diluyen. Aquí la roca fue la
fuerza del sexo, su ubicuidad, su omnipresencia bajo todas las formas y mutaciones.
De hombre a mujer y viceversa (siete años después volví a ver a las dos serpientes),
lo que no quise consentir con el espíritu me lo impusieron por la violencia o la
lujuria, y yo, hombre desdeñoso o mujer envilecida, me desenfrené como una mujer y
fui abyecto como un hombre y aprendí todas las cosas del sexo: llegué a tal punto
que, hombre, buscaba a los hombres, y mujer, a las mujeres.
EDIPO: Entonces es verdad que un dios te ha enseñado algo.
TIRESIAS: Ningún dios está por encima del sexo. Es la roca, te digo. Muchos dioses
son fieras, pero la serpiente es el más antiguo de todos los dioses. Cuando se oculta
bajo tierra, allí .tienes la imagen del sexo. El contiene la vida y la muerte. ¿ Qué dios
puede encarnar y abarcar tanto?
EDIPO: Tú mismo. Lo has dicho.
TIRESIAS: Tiresias está viejo y no es un dios. Cuando era joven, ignoraba. El sexo
es ambiguo y siempre equívoco. Es una mitad que parece un todo. El hombre llega a
encarnárselo, a vivir en él como un buen nadador dentro del agua; pero entretanto ha
envejecido, ha tocado la roca. Al final le queda una idea, una ilusión: que el otro sexo
consiga saciarse. Pues bien, no lo creas. Yo sé que es una vana fatiga para todos.
EDIPO: Es difícil rebatir cuanto dices. Por algo tu historia comienza con las
serpientes. y comienza también con el disgusto, con el fastidio por el sexo. ¿Qué le
dirías a un hombre íntegro si te jurara que ignora ese disgusto?
TIRESIAS: Que no es un hombre íntegro que todavía es un niño.
EDIPO: Yo también, Tiresias, he tenido encuentros en el camino de Tebas. y en uno
de ellos se habló del hombre, desde la infancia hasta la muerte. También nosotros
tocamos la roca. Desde aquel día fui marido y fui padre, y rey de Tebas. Nada hay
ambiguo o vano, para mí, en mis días.
TIRESIAS: Edipo, no eres el único que cree esto. Pero la roca no se toca con
palabras. Que los dioses te protejan. También yo te hablo y estoy viejo. Sólo el ciego
conoce las tinieblas. Me parece vivir fuera del tiempo, haber
vivido siempre, y no creo en los días. También dentro de mí hay algo que goza y que
sangra.
EDIPO: Decías que ese algo era un dios. ¿Por qué, buen Tiresias, no intentas
suplicarle?
TIRESIAS: Todos le rogamos a algún dios, pero lo que sucede no tiene nombre. El
niño que se ahoga, una mañana de verano, ¿qué sabe de los dioses? ¿De qué le sirve
suplicar? Hay una gran serpiente en cada día de la vida, y se oculta, y nos mira.
¿Alguna vez te preguntaste, Edipo, por qué los desdichados se vuelven ciegos cuando
envejecen?
EDIPO: Ruego a los dioses que a mí no me suceda.
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