a Primavera y Gabriel Eduardo
En esta mesa del bar, bajo el
bullicio, cuando la luna arroja
los signos de seres cósmicos
diluidos en la asepsia
Brindo por los que se jugaron a cara o cruz
y hallaron el abismo,
por los hombres y mujeres que se fueron al amanecer
y reinventaron sus vientres en las ciénagas,
por los inextinguibles vendedores de sueños.
Brindo por los que murieron en Hiroshima
y se convirtieron en pieles voladoras,
por las manos que dieron la señal del vacío
y vieron al monstruo en Dallas,
en Memphis o en Buenos Aires.
Brindo por los que lloran,
por los que perdieron sus ojos,
por los que extraviaron su voz en las tinieblas
y desaparecieron en Vietnam,
en Biafra o en Nigeria,
por el Sermón de la Montaña
y la justicia en el gesto,
por Lautréamont que odiaba los gemidos,
por Saint-Pol-Roux, quien al acostarse
ponía un cartel en su puerta
que decía: El poeta trabaja.
Brindo por el Poverello de Asís
que festejaba al hermano lobo.
Algo se detiene en mis ojos.
Brindo por los que se perdieron en la luz
y no hallaron las palabras.
Brindo por mis hijos
que un día se sentarán en esta mesa repetida
para devorar sus lágrimas
y por los hijos de mis hijos
que vivirán en una galaxia lejana,
intoxicados de espacio.
Brindo por los tristes
que arañan las entrañas del planeta
y cavan las raíces del hombre,
por Neferkeptáh que fue disuelto en el aire,
y por Gilgamesh que perdió la inmortalidad.
Algo se detiene en mis ojos
donde veo el hambre,
la noche que se oxida
y el sexo que se pudre en las probetas.
Algo se detiene
cuando los que tienen sed reciben un lanzazo
y los átomos gangrenan los planetas.
Algo se detiene
y brindo por Lucifer, ya viejo y derrotado,
por los hambrientos que vendieron el alma,
por los ojos de los muertos
que transitan en los ataúdes,
por todos los que habitan en mi sangre
y crecen en mis ojos.
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