Ni mi carne fue triste ni tampoco leí todos los libros.
Sé que es triste la carne que interroga tan sólo por ausencia
porque toda respuesta de otro cuerpo la sume en el error
y el desencuentro
y la devuelve oscura, vacía, desolada, a su playa desierta.
Pero cuando dos cuerpos elegidos para el amor se buscan
y se encuentran,
cada cuerpo es entonces una respuesta exacta para cada
pregunta del deseo
y la carne vertiginosa asciende por el revés de la caída
y es delirio e fuego y alabanza, un aluvión de soles,
hasta precipitarse en el suspenso donde se vuelan juntas
las dos almas
y hay un solo aleteo enamorado contra las puertas de la
eternidad.
No, ninguna tristeza, sino la bendición de un prodigioso
encuentro
que nos lleva más lejos que todas las victorias sobre los
límites del mundo.
Y tampoco leí todos los libros,
pero abrí muchos libros como puertas que daban a
circulares laberintos de puertas.
¿No cambia cada página el eco de otras páginas y lo envía
más lejos
y es el mismo y es otro cuando vuelve?
Eso es lo que hace el mar con cada ola, el viento con el
olvido y los recuerdos.
¡Asombrosa tarea la de este desmesurado, ilegible
universo!
Nunca sentí el hastío del jardín atrapado en su estación
sombría,
ni el del ciego papel que me4 interroga en vano.
No pasó por mi casa la costumbre con su alevosa ráfaga
congelando los años
ni me arrojó a la cara su enrarecido aliento de animal
enjaulado.
Solamente el milagro, amargo, deslumbrante o
tormentoso,
-no la hierba oxidada-, creció bajo mis pies.
¿De quién huir? ¿y adónde? ¿y para qué?
Dondequiera que vaya soy yo misma pegada a mi aventura,
a mi ansioso destino tan ajeno a quedarme o a partir con mi
bolsa de fábulas
y el impreciso mapa de lo desconocido.
Allá lejos estoy tan cerca de las revelaciones y las dichas
como aquí, como ahora,
donde no logro descifrar jamás el confuso alfabeto de este mundo.
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