Nadie me desmintió la primavera, ni el ardor de las
ascuas, ni el oro de la fiesta.
Pero hace muchos años que habito en esta choza en medio del bosque,
donde las ramas hablan sin motivo, los silencios son crueles
y en los sueños más bellos se cobijan los lobos.
Tal vez sea la casa de la bruja, o quizás la posada de las ánimas.
No lo sé; lo he olvidado
como se olvida uno las luces y las sombras de costumbre,
o acaso me confunda con el rincón para las
penitencias o con el apeadero de los vientos.
Aquí los días tiemblan, tormentosos, porque les temen a las noches;
Nunca se asoma el sol, siempre acosado por los
largos colmillos del invierno,
y todo cuanto amé se disolvió en las nubes
o me fue arrebatado por unas alas pálidas que llegan
y se van
y en cuyas duras plumas se guarece tal vez la eternidad.
¿Cómo llegué a esta cueva sin calor y sin misericordia?
No he dejado No he dejado guijarros ni migajas de pan
como señales de luz para el regreso.
¿Y hacia dónde volver, si todos los caminos me
devuelven aquí,
como en los laberintos de los niños perdidos?
Aunque quizás no vuelva de nuevo a este lugar sólo
porque algún vértigo me aspire
sino porque lo llevo adherido a mis pies, a mi propia condena.
Lo anticipó la nieblas girando con mi paso en el jardín;
lo anunciaba el reflejo de esta casa todavía remota
en el estanque;
lo confirma el chirrido de tu llave en la puerta del
oxidado amanecer,
cuando ya te aproximas, cuando ya me olfateas,
cuando llegas.
Sí, tú, la enemiga invisible con corazón de perro,
sombra de cuervo, rastro de serpiente,
la voraz que consume un poco cada día esta mano
que asomo a través de la jaula,
a través de mi cuento, hasta el otro final.
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