ODA ENTRE ARENA Y PIEDRA, de Miguel Hernández


Tu padre el mar te condenó a la tierra

dándote un asesino manotazo

que hizo llorar a los corales sangre.

Las afectuosas arenas de pana torturada,

siempre con sed y siempre silenciosas,

recibieron tu cuerpo con la herencia

de otro mar borrascoso dentro del corazón,

al mismo tiempo que una flor de conchas

deshojada de párpados y arrugada de siglos

que hasta el nácar se arruga con el tiempo.

Lo primero que hiciste fue llorar en la costa,

donde soplando el agua hasta volverla iris polvoriento

tu padre se quedó despedazando su colérico amor

entre desesperados pataleos.

Abrupto amor del mar, que abruptas penas

provocó con su acción huracanada.

¿Dónde ir con tu sangre de mar exasperado,

con tu acento de mar y tu revuelta lengua clamorosa

de mar cuya ternura no comprenden las piedras?

¿Dónde…? Y fuiste a la tierra.

Y las vacas sonaron su caracol abundante

pariendo con los cuernos clavados en los estercoleros.

Las colinas, los pechos femeninos

y algunos corazones solitarios

se hicieron emisarios de las islas,

la sandía, tronando de alegría,

se abrió en múltiples cráteres

de abotonado hielo ensangrentado.

Y los melones, mezcla

de arrope asible y nieve atemperada,

a dulces cabezadas se toparon.

Pero aquí, en este mundo que se resuelve en hoyos,

donde la sangre ha de contarse por parejas,

las pupilas por cuatro y el deseo por millares,

¿Qué puede hacer su sangre,

el castigo mayor que tu padre te impuso,

qué puede hacer tu corazón, engendro

de una ola y un sol tumultuosos?

Tiznarte y más tiznarte con las cejas

y las miradas negras de las demás criaturas,

llevarte de huracán en huracanes

mordiéndote los codos de cólera amorosa.

Labranzas, siembras, podas

y las otras fatigas de ola tierra;

serpientes que preparan una piel anual,

nardos, que dan las gracias oliendo a quien los cuida,

selvas con animales de rizado marfil

que anudan su deseo por varios días,

tan diferentemente de los chivos

cuyo amor es ejemplo de relámpagos,

toros de corazón dilatado,

que pueden refugiar un picador desperezándose,

piedras, Vicente, piedras, hasta rebeldes piedras

que sólo el sol de agosto logra hacer corazones,

hasta inhumanas piedras

te llevan al olvido de tu nación: la espuma.

Pero la cicatriz más dura y vieja

reverdece en herida al menor golpe.

La sal, la ardiente sal que presa en el salero

hace memoria de su vida de pájaro y columpio,

llegando a casi líquida y azul en los días más húmedos;

sólo la sal, la siempre constelada,

ten acuerda que naciste en un lecho de algas, marinero,

¡oh tu, el más rodeado de erizados rastrojos!

cuando toca tu lengua su astral polen.

Te recorre el Océano los huesos

relampagueando perdurablemente,

tu corazón se enjoya con peces y naufragios,

y con coral, retrato del esqueleto de tu corazón,

y el agua en plenilunio con alma de tronada

te sube por la sangre a la cabeza como un vino con alas

y desemboca, ya serena, por tus ojos.

Tu padre el mar te busca arrepentido

de haberte desterrad de su flotante corazón crispado,

el más hermoso imperio de la luna,

cada vez más amargo.

Un día ha de venir detrás de cualquier río

de esos que lo combaten insuficientemente,

arrebatando huevos a las águilas

y azúcar al panal que volverá salobre,

a desfilar desde tu boca atribulada

hasta tu pecho, ciudad de las estrellas.

Y al fin serás objeto de esa espuma

que tanto te lastima idolatrarla.

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