En la casa grande había una escalera
por donde un poco más y se llegaba al cielo.
Allí, en aquél paraíso acanalado,
los árboles y los gorriones se podían tocar
-ramas y vocerío y bolitas peludas y sombras allá abajo
y libertad rugiendo en la tarde profunda-.
Allá en la casa grande había un cuarto con novelas de la Dama de Negro
y una bella ventana que daba hacia el vacío.
Había abuelos, tías, otros parientes complicados
(segundos o terceros pero fundamentales):
don Carlos, con su ojo vacío y un millón de fantasmas,
su razón que se fue y lo dejó esperando
en medio de las gallinas, entre las bobas higueras
y el sombrío galpón con su olor inmortal a cemento.
Allá en la casa grande había suaves patios cubiertos por el verdor de las uvas.
Había aquella sala y el reloj donde suena toda mi infancia
(reloj que ya no suenas y que alguien se llevó)
y había un piano en esa sala, donde incontables sillas enfundadas de blanco
recibieron los novios impecables, las ancianas amigas que ya no volverán.
¡En la casa grande!, ¡en la casa grande! Había retratos
de personas muy serias que no existieron nunca,
había camas imponentes como el palacio de justicia,
roperos con espejos donde cabía el alma,
había un sótano con arcones y espadas de Sandokán
y un comedor con un trinchero abarrotado de maravillas
(en la mesa cabían todos los dioses del Olimpo:
allí comieron el distante, entonces no sabido, milagro de estar juntos),
y aquel zaguán donde ya nunca resonará mi llanto,
y la puerta por donde nunca más entraré.
Allí quedó tras esa puerta mi equipaje.
la casa grande no era el mundo.
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