Nada
lo anunciaba por la tarde.
Las
actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad.
Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los
vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las
vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras,
salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.
Los
cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal
rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta,
vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.
En
distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas
de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus
cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a
descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces
metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta
tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre
cuando el aire está cargado de vapores acuosos.
La
majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres
dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres
sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los
posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos
vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a
estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y
ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros
puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada,
teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas
enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.
Los
hombres timoratos pensaban: «¡Qué bien estamos defendidos!», y
miraban con agradecimiento las enfundadas armas mortíferas; en
cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus chóferes, y
con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los
luminosos nombres de remotas empresas. Estos centelleaban en
interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y
enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya
expansión económica representaban dichas filiales, cuyo nombre era
menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.
Desde
las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se
podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía
franjas de músicas, blues oblicuamente
recortados por la dirección de la racha de aire. Focos de porcelana
iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas
vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los
camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y
mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e
indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían
carniceros enfundados en un smoking,
sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo,
parecían burlarse de algo que con un golpe de sus puños podían
destruir.
Los
ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el
azulado humo de sus vegueros o deslizaban entre los labios un
esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias
reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor
de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa
redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un
estado de cafres y mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas
de petróleo.
Desde
alturas inferiores, en calles más turbias y profundas que canales,
circulaban los techos de automóviles y tranvías, y en los parajes
excesivamente iluminados, una microscópica multitud husmeaba el
placer barato, entrando y saliendo por los portalones de
los dancings económicos, que
como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.
Hacia
arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos
despegaba sobre cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos,
sobrepuestos de mayor a menor. Estas pirámides de cemento
desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles letreros
luminosos; luego aparecían nuevamente como superdread-noughts,
poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo
al encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando
ocurrió el suceso extraño.
El
primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar
en su atril la partitura del Danubio
Azul,
cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico, rápidamente, lo
rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a
sus camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó
la carta al clarinetista, y como si tuviera mucha prisa descendió
por la escalerilla que permitía subir al paramento, buscó con la
mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de
servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el
ascensor.
Las
manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los
vasos que llevaban a los labios para beber, al observar la insólita
e irrespetuosa conducta de este hombre. Mas, antes de que los
concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el ejemplo fue seguido
por sus compañeros, pues se les vio uno a uno abandonar el palco,
muy serios y ligeramente pálidos.
Es
necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos
actos, los actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se
destacó fue el violoncelista que encerró su instrumento en la caja.
Producían la impresión de querer significar que declinaban una
responsabilidad y se «lavaban las manos». Tal dijo después un
testigo.
Los
siguieron los camareros. El público, mudo de asombro, sin atreverse
a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran sumamente
robustos) les vio quitarse los fracs de servicio y arrojarlos
despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas
al observar que el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba
su alto asiento, sumamente inquieto se incorporó a los fugitivos.
Súbitamente
se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de mármol,
los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían
entre las argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos,
comprendieron que no debían esperar. Ocurría algo que rebasaba la
capacidad expresiva de las palabras, y entonces, con cierto orden
medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga, comenzaron a
descender silenciosamente por las escaleras de mármol.
El
edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que
nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De
vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las
escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de
espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los
ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes
triángulos irregulares.
A
veces, un anciano fatigado o una bailarina amedrentada se dejaba caer
en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada, con la
cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La
multitud, como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de
mármol, describía una curva junto a la sombra inmóvil.
El
vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna
eléctrica, y la rueda de luz blanca permitió ver que hombres y
mujeres, tomados indistintamente de los brazos, descendían
cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano apoyada en
el pasamanos.
Al
llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron afanosamente
largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara
encendida en ninguna dirección.
Alguien
raspó una cerilla en una cortina metálica, y entonces descubrieron
en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas
pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad,
levantaban los ojos hacia los mayores que los iluminaban, pero no
preguntaron nada.
Una
señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil
abandonado; más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron
en un coche de tranvía cuyos conductores habían huido, y entonces
muchos, transitoriamente desalentados, se dejaron caer en los
cordones de granito que delimitaban la calzada.
Las
criaturas inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los
umbrales, escuchaban en silencio las rápidas pisadas de las sombras
que pasaban en tropel.
De
un punto a otro en la distancia, los focos fosforescentes de
linternas eléctricas se movían con irregularidad de luciérnagas.
Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una lámpara de
petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres
veces la llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de
tensiones voltaicas.
Las
sombras de baja estatura, numerosísimas, avanzaban en el interior de
otras sombras menos densas y altísimas de la noche, con cierto
automatismo que hacía comprender que muchos acababan de dejar los
lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.
Otros,
en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y
calladamente marchaban al encuentro del destino, que adivinaban
erguido como un terrible centinela, tras de aquella cortina de humo y
de silencio.
De
fachada a fachada, el ancho de todas las calles trazadas de este a
oeste se ocupaba de multitud. Esta, en la oscuridad, ponía una capa
más densa y oscura que avanzaba lentamente, semejante a un monstruo
cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia
respiración.
De
pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente.
Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban,
encendió un fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un
mono grande que con ojos medrosos parecía interrogarlo acerca de lo
que sucedía. El desconocido, de un empellón, apartó la bestia de
sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que los animales
estaban en libertad.
Otro
identificó varios tigres confundidos en la multitud por las rayas
amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los
fugitivos, pero las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas
que, al querer aplastar el vientre contra el suelo, para denotar
sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester expulsarlas a
puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubieran pasado
una consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud.
Adelantábanse
con la cola entre las zarpas y las orejas pegadas a la piel del
cráneo. En su elástico avance volvían la cabeza sobre el cuello, y
se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas de
cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los
perros, para mantenerse a la par de ellos, tenían que mover
apresuradamente las patas.
Súbitamente,
sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja.
Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su
magnitud aumentaba rápidamente. La ciudad, también enrojecida,
creció despacio desde el fondo de las tinieblas, hasta fijar la
balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la comba
descendente del cielo.
Los
planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones
escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la
atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía
que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios
de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas
abultadas de gula carnicera.
No
se percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la
gente se hubiera vuelto sorda.
Las
sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por
guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan
numerosos que hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles
de principio a fin.
Los
hierros y las comisas proyectaban a distinta altura rayas negras
paralelas a la profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos
vitriales refulgían como láminas de hielo tras de las que se
desemparva un incendio.
A
la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros
femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y
ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los
maxilares apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se
humedecían los labios con la lengua, pues los afiebraba la sed.
Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al frío cilindro de
los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de
las canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas
por todas las frentes.
De
la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía
una sangrienta y pastosa emanación de matadero.
La
multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos,
arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos
adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de
hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los
tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles.
Del
tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había
desprendido el elefante, que con trote suave corría hacia la playa,
escoltado por dos potros. Estos, con las crines al viento y los
belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del paquidermo, parecían
cuchichearle un secreto.
En
cambio, los hipopótamos a la cabeza de la vanguardia, buceaban
fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los golpes en vacío de
sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los
muros avanzaba de mala gana.
El
silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable. Un hombre
trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de
altoparlante, aulló congestionado:
Desfilaban
sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente
con el velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre.
Inconscientemente
todos se llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No
podían ya quedar dudas.
En
una distancia empalizada de friego y tinieblas, más movediza que un
océano de petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la
metálica estructura de una grúa.
Oblicuamente
un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y
tierra, escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido
largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.
Comprendían
esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y
que nadie se salvaría.
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