La
gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones, como
tampoco debería dejar abiertos talonarios de cheques o cartas en las
que se confiese algún horrible delito. Era imposible no mirar,
aquella tarde de verano, el gran espejo que había fuera, en el
vestíbulo.
El azar así lo había dispuesto. Desde las profundidades del sofá, en la sala de estar, se veía reflejado en el espejo italiano no sólo la mesa de mármol que había enfrente, sino también un trozo de jardín. Se veía un largo sendero de hierba que discurría entre macizos de altas flores hasta que el marco dorado del espejo lo cortaba en una esquina.
La casa estaba vacía y te sentías, puesto que eras la única persona que había en la sala de estar, como uno de esos naturalistas que, cubiertos de hierba y hojas, permanece agazapado para observar a los animales más tímidos —como el tejón, la nutria o el martín pescador— que merodean libremente por los alrededores sin ser vistos. Esa tarde la habitación estaba llena de criaturas así de tímidas, de luces y sombras, cortinas ondeando, pétalos cayendo..., cosas que nunca ocurren, al parecer, cuando alguien mira. La vieja y silenciosa estancia campestre, con sus alfombras, su chimenea de piedra, sus librerías empotradas y sus escritorios lacados en rojo y oro, estaba llena de criaturas nocturnas como éstas.
Llegaban haciendo piruetas, caminando delicadamente de puntillas con las colas en abanico y picoteando con sus picos insinuantes, como grullas o bandadas de elegantes flamencos que hubiesen perdido su color rosado, o como pavos reales con las colas veteadas de plata. Y había también sombríos resplandores y oscurecimientos, como si una sepia tiñese súbitamente el aire de púrpura; y la sala tenía sus pasiones y furias y envidias y penas, que la acechaban y la cubrían como un ser humano. Nada permanecía igual durante más de dos segundos.
Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el jardín con tanta nitidez y tan fijamente que parecían atrapados de manera irremediable en su propia realidad. Era un contraste extraño: todo fugacidad aquí, todo quietud allá. Resultaba imposible evitar que la mirada saltase de una cosa a otra. Además, como todas las puertas y ventanas estaban abiertas al calor, había un constante suspiro interrumpido, la voz de lo transitorio y lo perecedero, que iba y venía como el aliento humano, mientras en el espejo las cosas habían dejado de respirar y permanecían inmóviles en el éxtasis de la inmortalidad.
Hacía media hora que la señora de la casa, Isabella Tyson, había recorrido el sendero con un ligero vestido de verano, su cesta, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Era de suponer que había ido a por flores a la parte baja del jardín; o, como parecía más natural, a cortar una planta ligera y fantástica y frondosa y trepadora, una clemátide, o uno de esos elegantes manojos de corregüela que se retuercen sobre feos muros y estallan aquí y allá en brotes blancos o violetas. Isabella se parecía más a la fantástica y trémula corregüela que al erecto áster, la almidonada zinnia, o a sus propias rosas ardientes y encendidas como farolas en los rígidos postes de los rosales. La comparación revelaba cuán poco, después de tantos años, sabíamos de ella. Porque es imposible que una mujer de carne y hueso, a sus cincuenta y cinco o sesenta años, sea realmente una corona de flores o un zarzillo. Tales comparaciones son completamente ociosas o superficiales... son incluso crueles, pues se interponen temblorosamente como la corregüela entre la propia mirada y la verdad. Ha de existir la verdad; ha de haber un muro. Y, sin embargo, era extraño que conociéndola después de tantos años fuese imposible decir cuál era la verdad sobre Isabella; que aún se hiciesen frases como ésta sobre corregüelas y clemátides. En cuanto a los hechos, era un hecho que Isabella era una solterona; que era rica; que había comprado una casa y reunido con esfuerzo —llegando a veces hasta los rincones más oscuros del mundo y con gran riesgo de picaduras venenosas y enfermedades orientales— las sillas, los escritorios y las alfombras que ahora vivían su existencia nocturna ante nuestros ojos. En ocasiones parecía como si supiesen más sobre ella de lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellas, escribíamos en ellos y las pisábamos con tanto cuidado, nos estaba permitido saber. En cada uno de esos escritorios había montones de cajones pequeños, y cada uno de estos cajones contenía casi con seguridad cartas, cartas atadas con lazos, perfumadas con varitas de lavanda o pétalos de rosa. Pero también era un hecho —si es que son los hechos lo que importa— que Isabella había conocido a mucha gente, había tenido muchas amistades; y por eso, quien tuviera la audacia de abrir el cajón y leer sus cartas, encontraría indicios de muchas discusiones, citas, recriminaciones por haber faltado a las citas, largas e íntimas cartas de amor, violentas cartas de celos y reproches, terribles palabras de despedida —pues todos aquellos encuentros y citas habían quedado en nada— es decir, Isabella nunca se casó, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de su rostro, que era como una máscara, había vivido veinte veces más pasión y experiencia que esos que pregonan sus amores a los cuatro vientos. Bajo la tensión de pensar en Isabella la habitación se volvió más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas y las sillas de las mesas más alargadas y jeroglíficas.
Estas reflexiones concluyeron violentamente, y sin el menor ruido. Una figura grande y negra apareció en el espejo; lo borró todo, dejó sobre la mesa un montón de losetas de mármol con vetas rosas y grises, y desapareció. Pero la escena quedó alterada por completo. Por el momento resultaba irreconocible e irracional y enteramente borrosa. Era imposible relacionar las losetas con algún propósito humano. Y luego, poco a poco, se vieron afectadas por cierto proceso lógico que comenzó a poner en ellas orden y sentido y a situarlas en el marco de lo habitual. Finalmente resultaron ser simples cartas. El hombre había traído el correo.
Allí estaban, sobre la mesa de mármol rezumando luz y color al principio, y en estado bruto, sin absorber. Y luego fue extraño ver cómo se desplazaban y colocaban y ordenaban e integraban en la escena y recibían la quietud y la inmortalidad que el espejo confería. Permanecían allí dotadas de una nueva realidad y una nueva importancia y también de una mayor solidez, como si hiciese falta un cincel para separarlas de la mesa. Y, ya fuese o no una fantasía, parecían haberse convertido en algo más que un puñado de cartas, en tablillas con la verdad eterna grabada en ellas... quien pudiese leerlas descubriría todo cuanto había que saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas anteriores de estos sobres de aspecto marmóreo debían de poseer un significado tallado con profundidad y grabado con claridad. Isabella entraría y las cogería, una por una, muy despacio, y las abriría, y las leería detenidamente, palabra por palabra, y luego, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiese llegado hasta el fondo de todas las cosas, rompería los sobres en trocitos pequeños y ataría las cartas y cerraría el cajón del escritorio decidida a ocultar lo que no deseaba que nadie supiera.
Este pensamiento resultó ser como un desafío. Isabella no quería que se supiera... pero no podría seguir evitándolo por más tiempo. Era absoluto, era monstruoso. Si tanto ocultaba y tanto sabía, sería preciso abrir el interior de Isabella con el instrumento que hubiese más a mano: la imaginación. Había que fijar la mente en ella en ese preciso instante. Había que retenerla allí. Había que negarse a ser intimidado de nuevo con dichos y hechos como los que producía el momento: con cenas y visitas y conversaciones de cortesía. Había que ponerse en el lugar de Isabella. Tomando la frase en su sentido literal resultaba fácil ver los zapatos que calzaba en ese momento, allí en la parte baja del jardín. Eran muy estrechos y alargados y elegantes: hechos del más suave y flexible cuero. Como todo lo que Isabella llevaba, eran exquisitos. Y ella permaneció en pie, junto al alto seto, en la parte baja del jardín, empuñando las tijeras que llevaba colgadas de la cintura para cortar alguna flor marchita, alguna rama que hubiese crecido en exceso. El sol le caía a plomo en la cara, en los ojos; pero no, en el momento crítico un velo de nubes ocultó el sol, dibujando en sus ojos una expresión dubitativa... ¿era burlona o tierna, alegre o triste? Sólo se veía el perfil impreciso de un hermoso rostro, más bien difuso, mirando al cielo. Tal vez pensaba que debía encargar una redecilla nueva para las fresas; que debía enviar flores a la viuda de Jonson; que ya era hora de visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ésas eran sin duda las cosas de las que hablaba durante la cena. Lo que querías captar y verter en palabras era su ser más íntimo, ese estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, eso que llamamos felicidad o infelicidad. Al mencionar estas palabras resultaba evidente que ella tenía que ser feliz. Era rica; era distinguida; tenía muchas amistades; viajaba: compraba alfombras en Turquía y vasijas azules en Persia. Avenidas de placer partían en distintas direcciones del lugar donde se encontraba Isabella, con sus tijeras levantadas para cortar las ramas temblorosas mientras las finas nubes velaban su rostro.
Con un rápido movimiento de tijeras cortó el ramo de clemátides y éste cayó al suelo. Y mientras caía, seguro que también la luz se volvió más intensa y fue posible adentrarse un poco más en su ser. Luego la ternura y la pena inundaron su mente... Cortar una rama que había crecido en exceso la entristecía porque era un ser vivo y la vida era algo muy preciado para ella. Sí, y al mismo tiempo, la caída de la rama le recordaría que también ella habría de morir, y le haría pensar en la futilidad y evanescencia de las cosas. Y más tarde, interrumpiendo rápidamente este pensamiento, con un buen juicio, pensó que la vida la había tratado bien; aun cuando habría de caer, sería para yacer sobre la tierra y pudrirse dulcemente entre las raíces de las violetas. De modo que allí estaba, pensando. Y sin llegar a definir ningún pensamiento... —pues era una de esas personas reservadas cuyas mentes guardan sus reflexiones enredadas en nubes de silencio—, Isabella estaba llena de pensamientos. Su mente era como su sala de estar, donde las luces avanzaban y retrocedían, hacían piruetas y caminaban suavemente, desplegaban sus colas, picoteaban su camino; y entonces, todo su ser quedaba bañado, como la sala, por una nube de conocimiento profundo, una pena secreta, , y luego se llenaba de cajones cerrados, atestados de cartas, como sus escritorios. Hablar de "abrir el interior de Isabella" como si fuese una ostra, emplear para ella sólo las mejores herramientas, las más sutiles y más dúctiles, era irreverente y absurdo. Había que imaginar... ahora estaba en el espejo. Te hacía sobresaltarte.
Al principio estaba tan lejos que resultaba difícil verla con claridad. Se acercó sin prisa, con vacilación, colocando una rosa aquí, levantando un clavel allá para olerlo, pero sin detenerse en ningún momento; y fue creciendo más y más en el espejo, volviéndose más y más plenamente la persona en cuya mente intentabas penetrar. La ponías a prueba poco a poco... encajabas en aquel cuerpo visible las cualidades que habías descubierto. Allí estaba su vestido gris verdoso, y sus zapatos alargados, su cesta, y algo brillaba en su cuello. Llegó de un modo tan gradual que no parecía estropear la imagen del espejo sino introducir un elemento nuevo que se movía con suavidad y alteraba los demás objetos, como pidiéndoles, con cortesía, que hiciesen sitio para ella. Y las cartas y la mesa y el sendero y los girasoles que habían aguardado en el espejo, se separaron y abrieron para acogerla entre ellos. Finalmente estaba allí, en el vestíbulo. Se detuvo. Se quedó de pie junto a la mesa. Estaba absolutamente inmóvil. De inmediato, el espejo empezó a derramar sobre ella una luz que parecía dejarla allí clavada; que parecía corroer como el ácido lo accesorio y superficial, dejando sólo la verdad. Era un espectáculo delicioso. Todo se desprendía de ella —nubes, vestido, cesta, brillante— todo lo que habías llamado corregüela o clemátide. Allí estaba el sólido muro. Aquí la mujer. Permanecía de pie, desnuda, bajo esa luz despiadada. Y no había nada. Isabella estaba absolutamente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. No se preocupaba por nadie. En cuanto a su correspondencia, todo eran facturas. Mírala ahí de pie, vieja y angulosa, con sus venas y sus arrugas, con la nariz alta y el cuello lleno de pliegues, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones.
El azar así lo había dispuesto. Desde las profundidades del sofá, en la sala de estar, se veía reflejado en el espejo italiano no sólo la mesa de mármol que había enfrente, sino también un trozo de jardín. Se veía un largo sendero de hierba que discurría entre macizos de altas flores hasta que el marco dorado del espejo lo cortaba en una esquina.
La casa estaba vacía y te sentías, puesto que eras la única persona que había en la sala de estar, como uno de esos naturalistas que, cubiertos de hierba y hojas, permanece agazapado para observar a los animales más tímidos —como el tejón, la nutria o el martín pescador— que merodean libremente por los alrededores sin ser vistos. Esa tarde la habitación estaba llena de criaturas así de tímidas, de luces y sombras, cortinas ondeando, pétalos cayendo..., cosas que nunca ocurren, al parecer, cuando alguien mira. La vieja y silenciosa estancia campestre, con sus alfombras, su chimenea de piedra, sus librerías empotradas y sus escritorios lacados en rojo y oro, estaba llena de criaturas nocturnas como éstas.
Llegaban haciendo piruetas, caminando delicadamente de puntillas con las colas en abanico y picoteando con sus picos insinuantes, como grullas o bandadas de elegantes flamencos que hubiesen perdido su color rosado, o como pavos reales con las colas veteadas de plata. Y había también sombríos resplandores y oscurecimientos, como si una sepia tiñese súbitamente el aire de púrpura; y la sala tenía sus pasiones y furias y envidias y penas, que la acechaban y la cubrían como un ser humano. Nada permanecía igual durante más de dos segundos.
Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el jardín con tanta nitidez y tan fijamente que parecían atrapados de manera irremediable en su propia realidad. Era un contraste extraño: todo fugacidad aquí, todo quietud allá. Resultaba imposible evitar que la mirada saltase de una cosa a otra. Además, como todas las puertas y ventanas estaban abiertas al calor, había un constante suspiro interrumpido, la voz de lo transitorio y lo perecedero, que iba y venía como el aliento humano, mientras en el espejo las cosas habían dejado de respirar y permanecían inmóviles en el éxtasis de la inmortalidad.
Hacía media hora que la señora de la casa, Isabella Tyson, había recorrido el sendero con un ligero vestido de verano, su cesta, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Era de suponer que había ido a por flores a la parte baja del jardín; o, como parecía más natural, a cortar una planta ligera y fantástica y frondosa y trepadora, una clemátide, o uno de esos elegantes manojos de corregüela que se retuercen sobre feos muros y estallan aquí y allá en brotes blancos o violetas. Isabella se parecía más a la fantástica y trémula corregüela que al erecto áster, la almidonada zinnia, o a sus propias rosas ardientes y encendidas como farolas en los rígidos postes de los rosales. La comparación revelaba cuán poco, después de tantos años, sabíamos de ella. Porque es imposible que una mujer de carne y hueso, a sus cincuenta y cinco o sesenta años, sea realmente una corona de flores o un zarzillo. Tales comparaciones son completamente ociosas o superficiales... son incluso crueles, pues se interponen temblorosamente como la corregüela entre la propia mirada y la verdad. Ha de existir la verdad; ha de haber un muro. Y, sin embargo, era extraño que conociéndola después de tantos años fuese imposible decir cuál era la verdad sobre Isabella; que aún se hiciesen frases como ésta sobre corregüelas y clemátides. En cuanto a los hechos, era un hecho que Isabella era una solterona; que era rica; que había comprado una casa y reunido con esfuerzo —llegando a veces hasta los rincones más oscuros del mundo y con gran riesgo de picaduras venenosas y enfermedades orientales— las sillas, los escritorios y las alfombras que ahora vivían su existencia nocturna ante nuestros ojos. En ocasiones parecía como si supiesen más sobre ella de lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellas, escribíamos en ellos y las pisábamos con tanto cuidado, nos estaba permitido saber. En cada uno de esos escritorios había montones de cajones pequeños, y cada uno de estos cajones contenía casi con seguridad cartas, cartas atadas con lazos, perfumadas con varitas de lavanda o pétalos de rosa. Pero también era un hecho —si es que son los hechos lo que importa— que Isabella había conocido a mucha gente, había tenido muchas amistades; y por eso, quien tuviera la audacia de abrir el cajón y leer sus cartas, encontraría indicios de muchas discusiones, citas, recriminaciones por haber faltado a las citas, largas e íntimas cartas de amor, violentas cartas de celos y reproches, terribles palabras de despedida —pues todos aquellos encuentros y citas habían quedado en nada— es decir, Isabella nunca se casó, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de su rostro, que era como una máscara, había vivido veinte veces más pasión y experiencia que esos que pregonan sus amores a los cuatro vientos. Bajo la tensión de pensar en Isabella la habitación se volvió más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas y las sillas de las mesas más alargadas y jeroglíficas.
Estas reflexiones concluyeron violentamente, y sin el menor ruido. Una figura grande y negra apareció en el espejo; lo borró todo, dejó sobre la mesa un montón de losetas de mármol con vetas rosas y grises, y desapareció. Pero la escena quedó alterada por completo. Por el momento resultaba irreconocible e irracional y enteramente borrosa. Era imposible relacionar las losetas con algún propósito humano. Y luego, poco a poco, se vieron afectadas por cierto proceso lógico que comenzó a poner en ellas orden y sentido y a situarlas en el marco de lo habitual. Finalmente resultaron ser simples cartas. El hombre había traído el correo.
Allí estaban, sobre la mesa de mármol rezumando luz y color al principio, y en estado bruto, sin absorber. Y luego fue extraño ver cómo se desplazaban y colocaban y ordenaban e integraban en la escena y recibían la quietud y la inmortalidad que el espejo confería. Permanecían allí dotadas de una nueva realidad y una nueva importancia y también de una mayor solidez, como si hiciese falta un cincel para separarlas de la mesa. Y, ya fuese o no una fantasía, parecían haberse convertido en algo más que un puñado de cartas, en tablillas con la verdad eterna grabada en ellas... quien pudiese leerlas descubriría todo cuanto había que saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas anteriores de estos sobres de aspecto marmóreo debían de poseer un significado tallado con profundidad y grabado con claridad. Isabella entraría y las cogería, una por una, muy despacio, y las abriría, y las leería detenidamente, palabra por palabra, y luego, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiese llegado hasta el fondo de todas las cosas, rompería los sobres en trocitos pequeños y ataría las cartas y cerraría el cajón del escritorio decidida a ocultar lo que no deseaba que nadie supiera.
Este pensamiento resultó ser como un desafío. Isabella no quería que se supiera... pero no podría seguir evitándolo por más tiempo. Era absoluto, era monstruoso. Si tanto ocultaba y tanto sabía, sería preciso abrir el interior de Isabella con el instrumento que hubiese más a mano: la imaginación. Había que fijar la mente en ella en ese preciso instante. Había que retenerla allí. Había que negarse a ser intimidado de nuevo con dichos y hechos como los que producía el momento: con cenas y visitas y conversaciones de cortesía. Había que ponerse en el lugar de Isabella. Tomando la frase en su sentido literal resultaba fácil ver los zapatos que calzaba en ese momento, allí en la parte baja del jardín. Eran muy estrechos y alargados y elegantes: hechos del más suave y flexible cuero. Como todo lo que Isabella llevaba, eran exquisitos. Y ella permaneció en pie, junto al alto seto, en la parte baja del jardín, empuñando las tijeras que llevaba colgadas de la cintura para cortar alguna flor marchita, alguna rama que hubiese crecido en exceso. El sol le caía a plomo en la cara, en los ojos; pero no, en el momento crítico un velo de nubes ocultó el sol, dibujando en sus ojos una expresión dubitativa... ¿era burlona o tierna, alegre o triste? Sólo se veía el perfil impreciso de un hermoso rostro, más bien difuso, mirando al cielo. Tal vez pensaba que debía encargar una redecilla nueva para las fresas; que debía enviar flores a la viuda de Jonson; que ya era hora de visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ésas eran sin duda las cosas de las que hablaba durante la cena. Lo que querías captar y verter en palabras era su ser más íntimo, ese estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, eso que llamamos felicidad o infelicidad. Al mencionar estas palabras resultaba evidente que ella tenía que ser feliz. Era rica; era distinguida; tenía muchas amistades; viajaba: compraba alfombras en Turquía y vasijas azules en Persia. Avenidas de placer partían en distintas direcciones del lugar donde se encontraba Isabella, con sus tijeras levantadas para cortar las ramas temblorosas mientras las finas nubes velaban su rostro.
Con un rápido movimiento de tijeras cortó el ramo de clemátides y éste cayó al suelo. Y mientras caía, seguro que también la luz se volvió más intensa y fue posible adentrarse un poco más en su ser. Luego la ternura y la pena inundaron su mente... Cortar una rama que había crecido en exceso la entristecía porque era un ser vivo y la vida era algo muy preciado para ella. Sí, y al mismo tiempo, la caída de la rama le recordaría que también ella habría de morir, y le haría pensar en la futilidad y evanescencia de las cosas. Y más tarde, interrumpiendo rápidamente este pensamiento, con un buen juicio, pensó que la vida la había tratado bien; aun cuando habría de caer, sería para yacer sobre la tierra y pudrirse dulcemente entre las raíces de las violetas. De modo que allí estaba, pensando. Y sin llegar a definir ningún pensamiento... —pues era una de esas personas reservadas cuyas mentes guardan sus reflexiones enredadas en nubes de silencio—, Isabella estaba llena de pensamientos. Su mente era como su sala de estar, donde las luces avanzaban y retrocedían, hacían piruetas y caminaban suavemente, desplegaban sus colas, picoteaban su camino; y entonces, todo su ser quedaba bañado, como la sala, por una nube de conocimiento profundo, una pena secreta, , y luego se llenaba de cajones cerrados, atestados de cartas, como sus escritorios. Hablar de "abrir el interior de Isabella" como si fuese una ostra, emplear para ella sólo las mejores herramientas, las más sutiles y más dúctiles, era irreverente y absurdo. Había que imaginar... ahora estaba en el espejo. Te hacía sobresaltarte.
Al principio estaba tan lejos que resultaba difícil verla con claridad. Se acercó sin prisa, con vacilación, colocando una rosa aquí, levantando un clavel allá para olerlo, pero sin detenerse en ningún momento; y fue creciendo más y más en el espejo, volviéndose más y más plenamente la persona en cuya mente intentabas penetrar. La ponías a prueba poco a poco... encajabas en aquel cuerpo visible las cualidades que habías descubierto. Allí estaba su vestido gris verdoso, y sus zapatos alargados, su cesta, y algo brillaba en su cuello. Llegó de un modo tan gradual que no parecía estropear la imagen del espejo sino introducir un elemento nuevo que se movía con suavidad y alteraba los demás objetos, como pidiéndoles, con cortesía, que hiciesen sitio para ella. Y las cartas y la mesa y el sendero y los girasoles que habían aguardado en el espejo, se separaron y abrieron para acogerla entre ellos. Finalmente estaba allí, en el vestíbulo. Se detuvo. Se quedó de pie junto a la mesa. Estaba absolutamente inmóvil. De inmediato, el espejo empezó a derramar sobre ella una luz que parecía dejarla allí clavada; que parecía corroer como el ácido lo accesorio y superficial, dejando sólo la verdad. Era un espectáculo delicioso. Todo se desprendía de ella —nubes, vestido, cesta, brillante— todo lo que habías llamado corregüela o clemátide. Allí estaba el sólido muro. Aquí la mujer. Permanecía de pie, desnuda, bajo esa luz despiadada. Y no había nada. Isabella estaba absolutamente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. No se preocupaba por nadie. En cuanto a su correspondencia, todo eran facturas. Mírala ahí de pie, vieja y angulosa, con sus venas y sus arrugas, con la nariz alta y el cuello lleno de pliegues, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones.
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