He mostrado a los hombres las armas con
las que pueden combatirla con ventaja. No están todavía
familiarizados con ella, pero sabe que, para mí, es como paja que se
lleva el viento. Le hago el mismo caso. Si quisiera aprovechar la
ocasión que se presenta para hacer más sutiles esas discusiones
poéticas, añadiría que hago, incluso, más caso de la paja que de
la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia,
mientras que la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero.
Sufrieron un penoso fracaso el día que se colocaron ante mí. Como
la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente
no permitir que me cerrara el paso. Si se hubiera presentado con la
modestia y la humildad propias de su rango, y de las que nunca
hubiera debido prescindir, la habría escuchado. Su orgullo no me
gustaba. Extendí una mano y trituré sus garras con mis dedos;
cayeron hechas polvo bajo la creciente presión de esa nueva especie
de mortero. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Expulsé,
luego, de mi casa, a latigazos, a aquella mujer, y no volví a verla.
Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria... Con una cabeza,
cuyo cráneo roía, en la mano, me mantuve sobre un pie como la garza
real, al borde del precipicio excavado en la ladera de la montaña.
Se me vio descender al valle, mientras la piel de mi pecho permanecía
inmóvil y calma, como la losa de una sepultura. Con una cabeza, cuyo
crá- neo roía, en la mano, nadé por los más peligrosos remolinos,
recorrí los mortales escollos y me sumergí bajo las corrientes para
asistir, como un extraño, a los combates de los monstruos marinos;
me aparté de la orilla hasta que desapareció de mi penetrante
vista, y los horrendos calambres, con su paralizador magnetismo,
merodeaban en torno a mis miembros que hendían las olas con potentes
movimientos, sin osar acercarse. Se me vio, sano y salvo, en la
playa, mientras la piel de mi pecho permanecía inmóvil y calma,
como la losa de una sepultura. Con una cabeza, cuyo cráneo roía, en
la mano, subí por los ascendentes peldaños de una elevada torre.
Llegué, con las piernas fatigadas, a la plataforma vertiginosa. Miré
la campiña, el mar; miré el sol, el firmamento. Empujando con el
pie el granito, que no retrocedió, desafié la muerte y la venganza
divina con un abucheo supremo y me precipité, como un adoquín, en
la boca del espacio. Los hombres oyeron el doloroso y resonante
choque que produjo el encuentro del suelo con la cabeza de la
conciencia, que yo había abandonado en mi caída. Se me vio
descender, con la lentitud del pájaro, llevado por una nube
invisible, y recoger la cabeza para forzarla a ser testigo de un
triple crimen que yo debía cometer aquel mismo día, mientras la
piel de mi pecho permanecía inmóvil y calma, como la losa de una
sepultura. Con una cabeza, cuyo cráneo roía, en la mano, me dirigí
al lugar donde se levantan los postes que sostienen la guillotina.
Coloqué bajo la cuchilla la gracia suave de los cuellos de tres
muchachas. Verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de
toda una vida, y el metal triangular, cayendo oblicuamente, cortó
tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse, luego, la mía bajo el
pesado filo y el sayón se preparó para cumplir con su deber. Tres
veces cayó la cuchilla por entre las ranuras con renovado vigor;
tres veces, mi armazón material, sobre todo, en el lugar donde se
asienta el cuello, se vio conmovido hasta sus fundamentos, como
cuando en sueños, nos imaginamos aplastados por una casa que se
derrumba.
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