En una hora
como esta, tan importante en la vida de un cultivador de las letras,
quisiera expresar, con las palabras más bellas, la emoción que un
hombre siente y la gratitud que experimenta en unos actos como los
que ahora se desarrollan. Yo nací de una familia burguesa, pero tuve
la suerte de su vocación, ampliamente abierta y liberal. Mi espíritu
inquieto me llevó a ejercer contradictorias profesiones. Fuí
profesor de Derecho Mercantil, empleado en una empresa ferroviaria,
periodista financiero. Desde joven esta inquietud de que hablo me
exaltaba a un placer: la lectura, y, en seguida, la escritura. A los
18 años empezó el aprendiz de poeta a escribir sus primeros versos,
que furtivamente yo trazaba, en medio del fragor de una vida, que por
no haberse aún centrado en su verdadero eje, yo podría llamar
aventurera. El destino de mi vida, el enderezamiento de ésta lo
trajo un fallo de mi cuerpo. Caí enfermo de gravedad, de una
enfermedad crónica. Hube de abandonar todos mis otros quehaceres que
denominaría corporales y escapar al campo, lejos de mis actividades
anteriores. El vacío que esto rne dejó lo llenó rápidamente otro
quehacer que no necesitaba la colaboración corporal y era compatible
con el reposo que los médicos me habían recomendado. Esta invasión
inolvidable, desalojadora, fue el ejercicio de las letras; la poesía
ocupó plenamente la actividad vacante. Empecé a escribir con
dedicación completa, y entonces, realmente, entonces, se adueñó de
mí la pasión que no me había de abandonar nunca.
Horas de
soledad, horas de creación, horas de meditación. La soledad y la
meditación me trajeron un sentimiento nuevo, una perspectiva que no
he perdido jamás: la de la solidaridad con los hombres. Desde
entonces he proclamado siempre que la poesía es comunicación,
empleando la palabra en ese preciso sentido.
La poesía
es una sucesión de preguntas que el poeta va haciendo. Cada poema,
cada libro es una demanda, una solicitación, una interrogación, y
la respuesta es tácita, pero también sucesiva, y se la da el lector
con su lectura, a través del tiempo. Hermoso diálogo en que el
poeta interroga y el lector calladamente da su plena respuesta.
Con bellas
palabras quisiera decir ahora lo que es el Premio Nobel para el
poeta. No puede ser; solo me cabe expresar que estoy entre vosotros
en cuerpo y alma, y que el Premio Nobel es como la respuesta, no
sucesiva, no callada, sino agrupada y coincidente, súbita, de una
voz general que generosamente y milagrosamente se hace única y
responde a la interrogación sin tregua que ha venido dirigiendo a
los hombres. Así, mi gratitud al símbolo de la voz agrupada y
simultánea que la Academia Sueca me ha hecho escuchar con los
sentidos del alma, y por la cual aquí públicamente le doy mis
rendidas gracias.
Por
otra parte, estimo que un premio como el que hoy recibo es, en toda
circunstancia, y creo que sin excepciones, un premio a la tradición
literaria en la que el autor de que se trate, en este caso, mi
persona, se ha formado. Pues, sin duda, poesía, arte, es siempre y
ante todo, tradición, de la que cada autor no representa otra cosa
que la de ser, como máximo, un modesto eslabón de tránsito hacia
una expresión estética diferente; alguien cuya fundamental misión
es, usando otro símil, transmitir una antorcha viva a la generación
más joven, que ha de continuar en la ardua tarea. Puede darse un
poeta que haya nacido con las más altas prendas para llevar a
término un destino. Nada o muy poco podrá hacer si no tiene la
suerte de hallarse situado en una corriente artística de suficiente
fuerza o entidad. Creo que, en cambio, acaso un poeta menos dotado
haría mejor papel si tuviere la suerte de producirse en medio de un
movimiento literario verdaderamente creador y vivo. Yo vine al mundo,
en ese sentido, con buena estrella, pues desde un tiempo
suficientemente extenso, anterior a mi nacimiento, la cultura
española había venido sufriendo un importantísimo proceso de
acelerada reviviscencia que hoy, creo, no es un secreto para nadie.
Novelistas como Galdós; poetas como Machado, Unamuno,Juan
Ramón Jiménez,
y, antes, Becquer; filósofos como Ortega y Gasset; prosistas como
Azorín y Baroja; hombres de teatro como Valle-Inclán; pintores como
Picasso o Miró; músicos como Falla no se improvisan ni son frutos
del azar. Mi generación se vio así asistida y enriquecida por ese
cálido entorno, por ese manantial, por ese fecundísimo caldo de
cultivo, sin el cual acaso nada seríamos ninguno de nosotros.
Desde la
tribuna en la que ahora me dirijo a vosotros quiero, pues, asociar mi
palabra a la de todo ese plantel generoso de compatriotas míos que
desde otra edad y en las más diversas vías nos formaron y nos
permitieron, a mi y a mis compañeros de generación, alcanzar un
sitio desde el que pudiésemos hablar con una voz tal vez genuina o
propia.
Y no me
refiero solo a esas figuras que constituyen la tradición inmediata,
siempre la más visible y decisiva. Aludo también a la otra
tradición, la mediata, si más remota en el tiempo, capaz de enlazar
cálidamente con nosotros, la tradición formada por nuestros
clásicos del Siglo de Oro, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan
de la Cruz, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, con la que también nos
hemos sentido vinculados, y de la que hemos recibido no pocas
esencias. España pudo renacer y renovarse gracias a que, a través
de la generación de Galdós y luego a través de la generación del
98, se desobturó, digámoslo así, y se hizo accesible y fluyó
abundantemente hacia nosotros toda la savia nutricia que nos llegaba
del más remoto pasado. La generación del 27 no quiso desdeñar nada
de lo mucho que seguía vivo en ese largo pretérito, abierto de
pronto ante nuestra mirada como un largo relámpago de ininterrumpida
belleza. No fuimos negadores, sino de la mediocridad; nuestra
generación tendía a la afirmación y al entusiasmo, no al
escepticismo ni a la taciturna reticencia. Nos interesó vivamente
todo cuanto tenía valor, sin importarnos donde éste se hallase. Y
si fuimos revolucionarios, si lo pudimos ser, fue porque antes
habíamos amado y absorbido incluso aquellos valores contra los que
ahora íbamos a reaccionar. Nos apoyábamos fuertemente en ellos para
poder así tomar impulso y lanzarnos hacia adelante en brinco
temeroso al asalto de nuestro destino. No os asombre, pues, que un
poeta que empezó siendo superrealista haga hoy la apología de la
tradición. Tradición y revolución. He ahí dos palabras idénticas.
Y luego la
tradición, no vertical sino horizontal, la que nos acorría como
aliciente y fraternal emulación desde nuestros costados, al lado
mismo de nuestro camino. Me refiero a aquel otro grupo de jóvenes
(cuando yo lo era también) que corría con nosotros en la misma
carrera. Qué suerte la mía poder vivir y tener que hacerme junto a
poetas tan admirables como los que yo hube de conocer y asumir en
calidad de coetáneos míos! A todos los amé, uno a uno. Y los amé,
justamente porque yo buscaba otra cosa; otra cosa que solo era
posible hallar por diferenciación y contraste respecto de aquellos
poetas, mis compañeros. Nuestro ser solo alcanza, su verdadera
individualidad junto a los demás, frente al prójimo. Cuanta mayor
calidad tenga ese contorno humano en el que nuestra personalidad se
hace, tanto mejor para nosotros. Puedo decir que también aquí yo he
tenido la fortuna de haber realizado mi destino desde una de las
mejores compañías posibles. Hora es de nombrarla en toda su
multiplicidad: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Jorge Guillen,
Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Dámaso Alonso,
Gerardo Diego, Luis Cernuda.
Hablo, pues,
de solidaridad, de comunión, y también de contraste. Tal ha sido,
por otra parte, el sentimiento que se halla más profundamente
inserto en mi alma, y el que late, de un modo u otro, con más
fuerza, detrás de la mayoría de mis versos. Es natural entonces que
tenga mucho que ver con esto el modo mismo con que entreveo al hombre
y a la poesía. El poeta, el decisivo poeta, es siempre un revelador;
es, esencialmente, vate, profeta. Pero su "vaticinio" no
es, claro está, vaticinio de futuro: porque puede serlo de
pretérito: es profecía sin tiempo. Iluminador, asestador de luz,
golpeador de los hombres, poseedor de un sésamo que es,
en cierto modo, misteriosamente, palabra de su destino.
En
definitiva, el poeta es así un hombre que fuese más que un hombre:
porque es además poeta. El poeta está lleno de "sabiduría",
pero no puede envanecerse, porque quizá no es suya: una fuerza
incognoscible, un espíritu habla por su boca: el de su raza, el de
su peculiar tradición. Con los dos pies hincados en la tierra, una
corriente prodigiosa se condensa, se agolpa bajo sus plantas para
correr por su cuerpo y alzarse por su lengua. Es entonces la tierra
misma, la tierra profunda, la que llamea por ese cuerpo arrebatado.
Pero otras veces el poeta ha crecido, ahora hacia lo alto, y con su
frente incrustada en un cielo habla con voz estelar, con cósmica
resonancia, mientras está sintiendo en su pecho el soplo mismo de
los astros. Todo se hace fraterno y comunicante. La diminuta hormiga,
la brizna de hierba dulce sobre la que su mejilla otras veces
descansa, no son distintas de él mismo. Y él puede entenderlas y
espiar su secreto sonido, que delicadamente es perceptible entre el
rumor del trueno.
No
creo que el poeta sea definido primordialmente por su labor de
orfebre. La perfección de su obra es gradual aspiración de su
factura, y nada valdrá su mensaje si ofrece una tosca o inadecuada
superficie a los hombres. Pero la vaciedad no quedará salvada por el
tenaz empeño del abrillantador del metal triste.
Unos
poetas - otro problema es éste, y no de expresión sino de punto de
arranque - son poetas de "minorías". Son artistas (no
importa el tamaño) que se dirigen al hombre atendiendo, cuando se
caracterizan, a exquisitos temas estrictos, a refinadas parcialidades
(¡ qué delicados y profundos poemas hizo Mallarmé a los
abanicos!); a decantadas esencias, del individuo expresivo de nuestra
minuciosa civilización.
Otros
poetas (tampoco importa el tamaño) se dirigen a lo permanente del
hombre. No a lo que refinadamente diferencia, sino a lo que
esencialmente une. Y si le ven en medio de su coetánea civilización,
sienten su puro desnudo irradiar inmutable bajo sus vestidos
cansados. El amor, la tristeza, el odio o la muerte son invariables.
Estos poetas son poetas radicales y hablan a lo primario, a lo
elemental humano. No pueden sentirse poetas de "minorías".
Entre ellos me cuento.
Por
eso, el poeta que yo soy tiene, como digo vocación comunicativa.
Quisiera hacerse oir desde cada pecho humano, puesto que, de alguna
manera, su voz es la voz de la colectividad, a la que el poeta
presta, por un instante, su boca arrebatada. De ahí la necesidad de
ser entendido en otras lenguas, distintas a la suya de origen. La
poesía sólo en parte puede ser traducida. Pero desde esa zona de
auténtico traslado, el poeta hace la experiencia, realmente
extraordinaria, de hablar de otro modo a otros hombres y de ser
comprendido por ellos. Y entonces ocurre un hecho inesperado. El
lector se instala, como por milagro, en una cultura que en buena
parte no es la suya, pero desde la que siente palpitar con
naturalidad su propio corazón, que de este modo se comunica y vive
en dos dimensiones de la realidad: la suya propia y la que le concede
el nuevo asilo que le acoge. Lo cual sigue siendo cierto, me parece,
vuelto del revés, y referido, no al lector, sino al poeta vertido a
otro idioma. También el poeta se siente como esos personajes de los
sueños que tienen, perfectamente identificadas, dos personalidades
distintas: Así el autor traducido que siente en sí dos personas: la
que le confiere la nueva vestidura verbal que ahora le cubre y la
suya genuina, que, por debajo de la otra, aún insiste y es.
Termino
así recabando para el poeta una representación simbólica: la de
cifrar en su persona el anhelo de solidaridad con los hombres, para
cuyo logro fue instituido, precisamente, el Premio Nobel.
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