He aceptado para la poesía el homenaje
que aquí se le rinde, y tengo prisa por restituírselo.
La poesía no recibe honores a menudo.
Pareciera que la disociación entre la obra poética y la actividad
de una sociedad sometida a las servidumbres materiales fuera en
aumento. Apartamiento aceptado, pero no perseguido por el poeta, y
que existiría también para el sabio si no mediasen las aplicaciones
prácticas de la ciencia.
Pero ya se trate del sabio o del poeta,
lo que aquí pretende honrarse es el pensamiento desinteresado. Que
aquí, por lo menos, no sean ya considerados como hermanos enemigos,
Pues ambos se plantean idéntico interrogante, al borde de un común
abismo; y sólo los modos de investigación difieren.
Cuando consideramos el drama de la
ciencia moderna que descubre sus límites racionales hasta en lo
absoluto matemático; cuando vemos, en la física, que dos grandes
doctrinas fundamentales plantean, una, un principio general de
relatividad, otra, un principio “cuántico” de incertidumbre y de
indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud misma de las
medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador
científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y
garante de la más vasta síntesis intelectual en términos de
ecuaciones, invocaba la intuición para que socorriese a lo racional
y proclamaba que “la imaginación es el verdadero terreno de la
germinación científica”, y hasta reclamaba para el científico
los beneficios de una verdadera “visión artística”, ¿no
tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan
legítimo como el instrumento lógico?
En verdad, toda creación del espíritu
es, ante todo, “poética”, en el sentido propio de la palabra. Y
en la equivalencia de las formas sensibles y espirituales,
inicialmente se ejerce una misma función para la empresa del sabio y
para la del poeta. Entre el pensamiento discursivo y la elipse
poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos? Y de esa noche
original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno
equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente
por las fulguraciones de la intuición. ¿Cuál es el que sale a
flote más pronto y más cargado de breve fosforescencia? Poco
importa la respuesta. El misterio es común. Y la gran aventura del
espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas
dramáticas de la ciencia moderna. Algunos astrónomos han podido
perder el juicio ante la teoría de un universo en expansión; no hay
menos expansión en el infinito moral del hombre: ese universo. Por
lejos que la ciencia haga retroceder sus fronteras, en toda la
extensión del arco de esas fronteras se oirá correr todavía la
jauría cazadora del poeta. Pues si la poesía no es, como se ha
dicho, “lo real absoluto”, es por cierto la codicia más cercana
y la más cercana aprehensión en ese límite extremo de complicidad
en que lo real en el poema parece informarse a sí mismo.
Por el pensamiento analógico y
simbólico, por la iluminación lejana de la imagen mediadora y por
el juego de sus correspondencias, en miles de cadenas de reacciones y
de asociaciones extrañas, merced, finalmente, a un lenguaje al que
se trasmite el movimiento mismo del ser, el poeta se inviste de una
superrealidad que no puede ser la de la ciencia. ¿Puede existir en
el hombre una dialéctica más sobrecogedora y que comprometa más al
hombre? Cuando los filósofos mismos abandonan el umbral metafísico,
acude el poeta para relevar al metafísico; y es entonces la poesía,
no la filosofía, la que se revela como la verdadera “hija del
asombro”, según la expresión del filósofo antiguo para quien la
poesía fue asaz sospechosa.
Pero más que modo de conocimiento, la
poesía es, ante todo, un modo de vida, y de vida integral. El poeta
existía en el hombre de las cavernas; existirá en el hombre de las
edades atómicas: porque es parte irreductible del hombre. De la
exigencia poética, que es exigencia espiritual, han nacido las
religiones mismas, y por la gracia poética la chispa de lo divino
vive para siempre en el sílex humano. Cuando las mitologías se
desmoronan, lo divino encuentra en la poesía su refugio; aun tal vez
su relevo. Y hasta en el orden social y en lo inmediato humano,
cuando las Portadoras de pan del antiguo cortejo dan paso a las
Portadoras de antorchas, en la imaginación poética se enciende
todavía la alta pasión de los pueblos en busca de claridad.
¡Altivez del hombre en marcha bajo su
carga de eternidad! Altivez del hombre en marcha bajo su carga de
humanidad -cuando para él se abre un nuevo humanismo-, de
universidad real y de integridad psíquica… Fiel a su oficio, que
es el de profundizar el misterio mismo del hombre, la poesía moderna
se interna en una empresa cuya finalidad es perseguir la plena
integración del hombre. No hay nada pítico en esta poesía. Tampoco
nada puramente estético. No es arte de embalsamador ni de decorador.
No cría perlas de cultivo ni comercia con simulacros ni emblemas, y
no podría contentarse con ninguna fiesta musical. Traba alianza en
su camino con la belleza –suprema alianza-, pero no hace de ella su
fin ni su único alimento. Negándose a disociar el arte de la vida,
y el amor del conocimiento, es acción, es pasión, es poder y es
renovación que siempre desplaza los lindes. El amor es su hogar, la
insumisión su ley, y su lugar está siempre en la anticipación.
Nunca quiere ser ausencia ni rechazo.
Nada espera sin embargo de las ventajas
del siglo. Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se
reconoce igual a la vida misma, que nada tiene que justificar de sí
mismo. Y con un mismo abrazo, como con una sola y grande estrofa
viviente, enlaza al presente todo lo pasado y lo por venir, lo que
humano con lo sobrehumano y todo el espacio planetario con el espacio
universal. La oscuridad que se le reprocha no proviene de su
naturaleza propia, que es la de esclarecer, sino de la noche misma
que explora, a la que está consagrada a explorar: la del alma misma
y la del misterio que baña al ser humano. Su expresión se ha
prohibido siempre la oscuridad y esa expresión no es menos exigente
que la de la ciencia.
Ahí, por su adhesión total a lo que
existe, el poeta nos enlaza con la permanencia y la unidad del ser. Y
su lección es de optimismo. Para él una misma ley de armonía rige
el mundo entero de las cosas. Nada puede, ocurrir en ella que, por
naturaleza, sobrepuje los límites del hombre. Los peores trastornos
de la historia no son sino ritmos de las estaciones en un más vasto
ciclo de encadenamientos y de renovaciones. Y las Furias que
atraviesan el escenario, con la antorcha en alto, no iluminan sino un
instante del muy largo tema que sigue su curso. Las civilizaciones
que maduran no mueren de los tormentos de un otoño; no hacen sino
transformarse. Sólo la inercia es amenaza. Poeta es aquél que
rompe, para nosotros, la costumbre.
Y es así también como el poeta se
encuentra ligado, a pesar de él, al acontecer histórico. Y nada le
es extraño en el drama de su tiempo. ¡Que diga a todos, claramente,
el gusto de vivir este tiempo fuerte! Pues la hora es grande y nueva
para recobrarse de nuevo. ¿Y a quién le cederíamos, pues, el honor
de nuestro tiempo?...
“No temas”, dice la Historia, quitándose un día la máscara de violencia y haciendo con la mano levantada ese ademán conciliador de la Divinidad asiática en el momento más fuerte de su danza destructora. “No temas, ni dudes, pues la duda es estéril y el temor servil. Escucha más bien ese latido rítmico que mi mano en alto imprime, renovadora, a la gran frase humana siempre en vías de creación. No es verdad que la vida pueda renegar de sí misma. Nada viviente procede de la nada, ni de la nada se enamora. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no finca en la metamorfosis misma. El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. El hombre iluminado sobre una vertiente ¿irá acaso a oscurecerse en la otra? Y su maduración forzada, en una comunidad sin comunión, ¿no sería quizá una falsa madurez?...”
Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.
“No temas”, dice la Historia, quitándose un día la máscara de violencia y haciendo con la mano levantada ese ademán conciliador de la Divinidad asiática en el momento más fuerte de su danza destructora. “No temas, ni dudes, pues la duda es estéril y el temor servil. Escucha más bien ese latido rítmico que mi mano en alto imprime, renovadora, a la gran frase humana siempre en vías de creación. No es verdad que la vida pueda renegar de sí misma. Nada viviente procede de la nada, ni de la nada se enamora. Pero tampoco nada guarda forma ni medida bajo el incesante flujo del Ser. La tragedia no finca en la metamorfosis misma. El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal. El hombre iluminado sobre una vertiente ¿irá acaso a oscurecerse en la otra? Y su maduración forzada, en una comunidad sin comunión, ¿no sería quizá una falsa madurez?...”
Al poeta indiviso tócale atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre. Y esto es alzar ante el espíritu un espejo más sensible a sus posibilidades espirituales. Es evocar en el siglo mismo una condición humana más digna del hombre original. Es asociar, en fin, más ampliamente el alma colectiva con la circulación de la energía espiritual en el mundo… Frente a la energía nuclear, la lámpara de arcilla del poeta ¿bastará para este fin? -Sí, si de la arcilla se acuerda el hombre.
Y ya es bastante, para el poeta, ser la
mala conciencia de su tiempo.
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