La pecera medía dos metros de alto por
uno y medio de ancho. Era de un material
rojizo e irrompible, semejante a un
cristal de color. Estaba emplazada sobre un
promontorio, en el cruce de dos canales
cuyas aguas, provenientes del deshielo de los
casquetes polares de Omicron B, se
introducían en ella renovándola
permanentemente. En el agua de la
pecera se movía (nadaba) el hombre-pez. Medía
50 centímetros de largo, y braceaba
con lentitud, como si estuviera meditando. A
veces se paraba y miraba extrañamente
a los niños marcianos que lo contemplaban.
Entonces, éstos lo amedrentaban y le
hacían piruetas. Y el hombre-pez recobraba la
lentitud de sus movimientos.
-Está triste -dijo un niño omicrita
ese día, hablando con sus amigos-. Le falta la
hembra. Pero su raza ya está
extinguida. La tierra fue destruida hace mucho tiempo, y
ahora sólo es una pequeña bola de
plomo cuya órbita se ha desplazado hacia
Omicron B.
-¡Entonces era un terresiano!
-Ni más ni menos. Cuando lo trajeron
medía cerca de dos metros de alto y
tenía mucha fuerza. Lo pusieron en la
pecera para conservarlo, y parece que el frío
contrajo su corpulencia. Es muy posible
que dentro de cien años más mida un
centímetro. Nadie sabe cómo
impedirlo.
-Si eso es verdad -intervino otro
niño-, el hombre-pez se va a convertir en un
gusano. Después morirá.
-No. No morirá ni se convertirá en
gusano -repuso el primer niño-. El frío lo
reducirá hasta trasmutarlo en una
bacteria. Luego lo pondrán en un caldo de cultivo,
con otras bacterias, para ver cómo se
comporta con sus semejantes. Si da resultado lo
utilizarán en la guerra contra
Saturno. Porque tú debes saber que sólo determinados
microorganismos pueden enfrentar el
poder destructivo de la energía atómica. Es algo
que se está estudiando en el
Planetarium.
Los niños observaban al hombre-pez.
Repetían las hipótesis de sus mayores, y
se imaginaban que ese ser que se movía
con lentitud ya era una bacteria, acaso la
más débil de todas, devorada por
otras bacterias. Y el hombre-pez miraba a los niños
extrañamente. Tenía los ojos tristes,
y a veces abría sus fauces como para decir algo.
Pero su voz también se había
reducido. Había perdido intensidad. Ahora sólo podía
exhalar algo así como un resoplido
ronco, penoso, que dibujaba espirales
desvanecidas en derredor de su figura.
De pronto, el hombre-pez pareció irritarse.
Comenzó a bracear como poseído por la
histeria. En vez de nadar trataba de erguirse
como los antiguos hombres que un día
habitaron la Tierra. Pero no lo conseguía.
Perdía el equilibrio y seguía la
irritación. Los niños se miraron. La conducta del
hombre-pez obedecía a la presencia, en
ese momento, de un omicrita cuyos
ascendientes habían participado en la
guerra de los mundos. Parecía detectarlo como
a uno de los enemigos que habían
destruido su planeta. Los niños exigieron una
explicación. Mecranis, entonces
pronunció estas palabras:
-Ese animal que ven en la pecera, que
ya no es ni un pez ni un animal sino un
mutante próximo a extinguirse, dio la
señal de muerte en la guerra de los mundos.
Decíase hijo de un ser omnipotente que
había creado el universo para que él lo gozara
o lo destruyera. Que era capaz de
desencadenar el misterio de la materia y formar
otros mundos a su arbitrio. Sin
embargo, cierto día quiso escalar el espacio para matar
al ser que lo había fabricado.
Construyó una torre para llegar al cielo. Pero a poco de
avanzar, cayó estrepitosamente con
todos los suyos, porque éstos habían confundido
su propia lengua, expresándose cada
uno con un lenguaje ininteligible. Siglos
después, en reemplazo de la primera,
construyó una torre de lanzamiento, y amenazó
a los planetas de su galaxia con la
destrucción. Lanzó miles y miles de robots
portadores de eyectores atómicos. Pero
los robots se volvieron contra los mismos
terresianos confundiendo sus mecanismos
(como el habla en la torre primitiva), y
facilitaron nuestra defensa. El
resultado ya lo saben ustedes por haberlo aprendido en
el falansterio: fue la destrucción de
la Tierra, el más hermoso de los planetas,
convertido ahora en una mole de plomo
en órbita de desplazamiento hacia Omicron B.
Ya es un satélite muerto. El único
recuerdo vivo que aún queda es el hombre-pez de la
pecera, en cuyas aguas se ha conservado
todavía por el alimento extraído de otros
mutantes que se originan en los
cuásares. Sin embargo, está próximo a extinguirse.
Un día morirá, y la Tierra será una
hipótesis en algún sistema planetario que pobló el
cosmos.
-¿Y habla el hombre-pez?- preguntó el
más joven.
Mecranis extrajo de sus bolsillos un
acuófono: dos pequeñas esferas de cristal
unidas por cierto cable rojizo, una de
las cuales introdujo en la pecera. La otra fue
ajustada al oído del niño. Y éste
oyó los roncos resoplidos del hombre-pez, que
expresaban un lenguaje misterioso que
el acuófono traducía simultanea-mente al
idioma omicrita. Las palabras eran
siempre las mismas, monótonas, cenagosas, como
si hablara una montaña de barro
deshecha bajo la lluvia.
-¿Qué dice el hombre-pez?- interrogó
otro niño. El niño del acuófono pasó la esfera a su compañero. Y
éste al siguiente. Y así
a los demás. Las palabras del
hombre-pez no variaban:
-¡Yo soy el rey de la creación! ¡Yo
soy el rey de la creación!
Los niños se miraron espantados y
resolvieron abandonar el lugar. El frío
comenzaba a congelar el aliento.
Mecranis, a lo lejos, daba tumbos como una máquina
desvencijada.
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