MORADAS, de Eugenio Montaje



Busco en vano el punto donde se movió

la sangre que te nutre, infinito

rechazarse de los círculos, más allá del espacio

breve de los días humanos,

que te hice presente en una congoja

de agonías que no sabes, viva en un pútrido

pantano de astro abismado; y ahora

es linfa que dibuja tus manos,

te late en los pulsos inadvertida y el rostro

te inflama o descolora.


También la red minuta de tus nervios

recuerda un poco este su viaje

y si los ojos te descubro allí se consuma

un fervor cubierto de un paso

borrascoso de espuma que ora se espesa

ora se rompe, y tú lo sientes en los zumbidos

de las sienes desvanecer en tu vida

como se rompe a veces en el silencio

de una plaza amodorrada

un vuelo estrepitoso de palomas.


En ti converge, ignara, una aureola

de hilos, y cierto, alguno de ellos se parecía

a los otros; y hubo quien estremeció la tarde

recorrido por una cándida ala en fuga,

y hubo quien vió larvas vagabundas

donde otros faltantes chiquillas en enjambres,

o separaciones, cuál relámpago que derramas,

en el sereno una arruga y el choque de las

palancas del mundo salidas de un desgarrón

del azul la envolvió, lamentoso.


En ti me aparece una última corona

de ceniza ligera que no dura

pero desflecada se precipita. Querida,

desquerida, es así tu naturaleza.

Tocas el signo, tramontas. ¡Oh, el zumbido

del arco que es disparado, el surco que ara

la oleada y se encierra! Y ahora sube

la última burbuja. La condena

es tal vez esta desvariante amarga

oscuridad que desciende sobre quien queda.


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