LOS DISTRAIDOS, de Rosario Castellanos



Algunos lo ignoran.
Creían que la tierra era aún habitable.
No miraron la grieta
que el sismo abrió; no estaban cuando el cáncer
aparecía en el rostro espantado de un hombre.

Rieron en el instante
en que una manzana, en vez de caer,
voló y el universo fue declarado loco.

No presenciaron la degollación
del inocente. Nunca distinguieron
a un inocente del que no lo es.
(Por otra parte habían aprobado,
desde el principio, la pena de muerte).

Continuaron llegando a los lugares,
exigiendo una silla más cómoda, un menú
más exquisito, un trato más correcto.

¡Querido, si te sirven sin gratitud, castígalos!

Y en los muros había un desorden peculiar
y en las mesas no había comida sino odio
y odio en el vino y odio en el mantel
y odio hasta en la madera y en los clavos.

Entre sí cuchicheaban los distraídos:
¿qué es lo que sucede? ¡Hay que quejarse!

Nadie escuchaba. Nadie podía detenerse.

Era el tiempo de las emigraciones.

Todo ardía: ciudades, bosques enteros, nubes.

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