CANCIÓN DE ADIÓS, de Pablo de Rokha





 A hoja caída del océano,

a religión abandonada, a espiga, a garganta, a bandera de dios
moribundo, a relámpagos, despedazándose,
amiga tan querida...

En este enorme tiempo, que nos invade con su agua azotada,
con su agua gigante y valiente,
graznan los negros pájaros de espíritu,
y nosotros nos arañamos, defendiéndonos de nosotros de
nosotros, con la última muela de la poesía, y su actitud
de rosa de palo,
uncimos los proverbios a las máquinas,
y nos quedamos aún más ancianos, más helados, más amargos.

Ya las guitarras a agonía relampagueando,
y el acordeón solloza, porque todos los barcos zarparon,
hacia la sin riberas mar quejándose,
cuando tu actitud echa a volar la paloma despedazada.

¡Ah! tu pelo y tus pechos, niña de antaño,
y el pie de sol, que era la sociedad, la flor, la ley humana, su
juventud de diamante incorruptible,
yo estoy barbudo y acuchillado de edades,
castaña, chocolate, paloma de río, lira blanca, ya viene
lloviendo desde el poniente,
y los recuerdos tamborilean las ventanas hacia la nada,
un sol helado asoma su aureola de esqueleto, el terror
esencial del atardecer crucificado,
criaturas de pasado, abiertas a la tempestad de las alas
tronchadas.

Hinchada la boca de misterio, de invierno, de silencio con huesos,
rosal -Winétt- canción de la primavera remotísima, copa
de santo de aquellos otoños obscuros a gran substancia,
chiquilla bonita de las cosechas ultramarinas,
durazno, tonada, estero, violeta, castaña, naranja, manzana,
libro de otros cielos.

Carcajada de amapola, ya dormida entre sus pájaros,
canasto de sombras a la lámpara,
vidrio de provincia feliz, botella azul de las casas vacías,
ladrando a los álamos abandonados,
emigran las golondrinas amarillas desde tu frente plateada,
y un sol cargado de faroles nocturnos
empuña su canción invernal de cuchillo sangriento, y anchas,
terribles garras de llanto,
medio a medio del espantoso fluir moribundo.

Mordida de pescados de cerebro, gran animal rubio,
juventud, autora del mundo, la yegua soberbia de oro, el
león, el chacal del instinto,
galopan las carreteras de occidente.

Gritando hacia las tumbas, corriendo, así partimos en la
soberbia adolescencia,
sollozando, hoy bebemos la primera de las postreras copas,
pero, al espantar los fantasmas indescriptibles, suenan las
tibias, entrechocándose,
y un andrajo de infinito, como espantoso murciélago,
nos azota la cara, helado, agonizando, defendiéndose de la
realidad definitiva.

Llueve, y adentro cantan las muchachas descalzas del
cementerio,
y aullamos por el sol, el sol, el sol que se derrumba,
solo, gigante, rojo como un toro, entre sus granadas.

Arrastrando pájaros, océanos, ámbitos,
tu canción juvenil, en trigales revolcándose, contra sus viñedos y aguas,
se fue, sollozando, para jamás nunca...

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