LA MUJER DE LOS OJOS DE ACERO, de Leopoldo de Luis




He visto a una mujer de ojos de acero
con un traje de novia hecho jirones,
el gesto diluvial de un aguacero,
habitante de antiguas poblaciones.

Recuerdo bien el rostro de esta anciana
en cuya helada casa estuve un día:
mi juventud de entonces ni veía
el paisaje cruel tras la ventana.

Un campo gris, adusto, casi yerto,
cenicienta colina planetaria,
un árbol del que cuelga un fruto muerto
y un cielo de tersura temeraria.

La mujer removía su vestido
entre los brazos de los rotos muros.
Salí de aquella estancia convencido
de que mis ojos eran más oscuros.

Porque la casa oscuramente amuebla
un mobiliario herido de carcoma,
armarios que contienen unas ropas de niebla,
espejos en que el rostro de un pobre niño asoma.

Y la cama de sábanas hostiles
donde han dormido ciegos regimientos
que dejaron inútiles fusiles
encasquillados de remordimientos.

Alguien sacude antiguos reposteros
y descorre amarillos los estores,
escribe en las paredes nombres de prisioneros
y confía en los viejos desertores.

Y la mujer de ojos de acero mira
tras de las polvorientas cristaleras.
El odio en sus estancias nuevamente conspira
y huéspedes de llanto suben sus escaleras.

Siempre hay dos en la casa de esta mujer, habitan
dos seres siempre opuestos y enfrentados.
La mujer sabe cuántas miserias los concitan
y con ellas los tiene sádicamente atados.

Hoy vuelvo a ver la casa de esta vieja
mujer. Los que golpean su postigo
olvidan que el rencor nunca se aleja
y que ellos mismos son el enemigo.

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