LA OSCURIDAD, de Vicente Aleixandre




No pretendas encontrar una solución. ¡Has mantenido
tanto tiempo abiertos los ojos!
Conocer, penetrar, indagar: una pasión que dura lo que
la vida.
Desde que el niño furioso abre los ojos. Desde que rompe
su primer juguete.
Desde que quiebra la cabeza de aquel muñeco y ve, mira
el inexplicable vapor que no ven los otros ojos
humanos.
Los que le regañan, los que dicen: «¿Ves? ¡Y te lo
acabábamos de regalar! ... »
Y el niño no les oye porque está mirando, quizá está
oyendo el inexplicable sonido.
Después cuando muchacho, cuando joven.
El primer desengaño. El primer beso no correspondido.

Y luego de hombre, cuando ve sudores y penas, y tráfago,
y muchedumbre
Y con generoso corazón se siente arrastrado
y es una sola oleada con la multitud, con la de los que
van como él.
Porque todos ellos son uno, uno solo: él; como él es todos.
Una sola criatura viviente, padecida, de la que cada uno,
sin saberlo, es totalmente solidario.

Y luego, separado un instante, pero con la mano tentando
el extremo vivo donde se siente y hasta donde llega
el latir de las otras manos,
escribir aquello indagar esto, o estudiar en larga vigilia,
ahora con las primeras turbias gafas ante los ojos, ante
los cansados y esperanzados y dulces ojos que
siempre preguntan.

Y luego encenderse una luz. Es por la tarde. Ha caído
lentamente el sol y se dora el ocaso.
Y hay unos salpicados cabellos blancos, y la lenta
cabeza suave se inclina sobre una página.

Y la noche ha llegado. Es la noche larga.
Acéptala. Acéptala blandamente. Es la hora del sueño.
Tiéndete lentamente y déjate lentamente dormir.
Oh, sí. Todo está oscuro y no sabes. Pero ¿qué importa?
Nunca has sabido, ni has podido saber.
Pero ya has cerrado blandamente los ojos
y ahora como aquel niño,
como el niño que ya no puede romper el juguete,
está tendido en la oscuridad y sientes la suave mano
quietísima,
la grande y sedosa mano que cierra tus cansados ojos
vividos,
y tú aceptas la oscuridad y compasivamente te rindes.

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