A UN POETA MUERTO, de Dámaso Alonso





 I

Dime, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Has muerto, y tu silencio nos rodea:
un enorme silencio (ayer, palabras
mágicas, invasoras profecías).
Hoy tu callar, redondo, nos envuelve
como un agua nocturna, ya sin aves,
como forma sin forma, como un vaho,
un desasido vaho en luz difusa.

¿Qué fue de tu árbol ágil, todo viento?
¿Qué fue de ti, gallarda cresta viva?
 
Tu tierno ardor, que coronaba el éxtasis,
¿cristalizó en quietud? ¿Cómo cesaron
de expresar la belleza más intacta
tus manos, cazadoras de tesoros,
tus dos manos en búsqueda frenética?
Ese tu claro sueño desvelado,
profunda cabellera de la noche,
¿por qué espacios se irradia transparentes
o en qué turbio torpor de nebulosa
se congeló? Y aquella norma oscura
que encadenaba en música palabras,
¿qué números impone a las estrellas,
qué ley al Sol, qué signos a lo extenso?

Un enorme silencio nos circunda:
un mundo en omisión, un gran sudario.
¿Has muerto, di? ¿Te sueño yo, en la muerte?
El agua del espejo, más helada,
nos dice la verdad: somos los muertos.
Somos nosotros los perdidos, vamos,
muertos de ti, con luto de tu sombra,
a tientas de tu rastro, dando voces
a una ausencia, preguntas a un olvido.
Vacías estructuras funerales,
oh, cuán inexorablemente, cierran
un horizonte rojo. Nuestra angustia
quiere tu densa voz y tu sonrisa:
vacío, soledad, silencio, sombra.
A una oquedad sin puerta preguntamos,
a un alcázar de pausas, siempre mudo.

Ay hombre de mi sangre. Ay sal de España.
Aceite del olivo era tu verso
y harina y acemite de los panes
y un denso mosto de fervientes cubas
y del espino albar y la amapola
la flor, y del tomillo y la retama.
De mar a mar ya zumban tus cantares.

Pero el verso mejor se fue contigo
a una España del Oro, cuyas torres,
doradas por la gloria, se proyectan,
cúmulos en el día de un verano,
sin ansias, sin ayer: quieto futuro.
Un misterio de luz cela un recóndito
centro de eterna patria incontingente.
Te nos has vuelto a la matriz sombría,
de su más virgen vena soterraña
manabas, y, alumbrado, fuiste forma:
signo de un día, eternidad profunda.

Y ese más bello canto que contigo
a la entraña se fue de la armonía
donde en amor se buscan las estrellas,
será pauta de músicas veladas,
reverterá sobre los campos nuestros
al ritmo de la nueva sembradura,
flameará en poetas solitarios,
atónitos, de pronto, a alto sentido,
y cantará en la sal de nuestros mares,
eterno en ti, sobre mi España eterna.


II

Los muertos más profundos
aire en el aire, van.

JORGE GUILLÉN

Dinos, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Te miro en un paisaje al claroscuro,
por lentas avenidas solitarias,
en las que Dios con alas invisibles
roza apenas las copas de los árboles.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
 
Hacia la noche lentamente avanzas.
Voy en tu alcance. En vano intento asirte:
viento no más entre mis brazos, sombra.
Te llamo, y un momento te detienes
como si recordaras de un espanto,
y vuelves, noche en noche, tu figura.
¿Me miras? No me ves. Son otras formas
las que en la hondura flotan del aljibe
vago de tus pupilas dilatadas.
Y esa rosa que llevas en la mano
es la rosa del mundo de los muertos.
¡Mírame! ¿No me ves? Yo soy tu amigo.
Ahora digo tu nombre. ¿No me escuchas?
¡Óyeme, aguarda!: yo también querría
irme de aquí, contigo siempre, siempre.
... Y te alejas, te alejas deshilándole
en hebrillas de niebla que se funden
por el azul sin luna de la noche.

¿Adónde va, poeta, ese camino?
¿Qué nostalgia te impulsa, qué agonía?
Cruzan navíos las oscuras aguas,
caballos al galope por las trochas,
cometas el espacio, ayes el aire,
¿adónde van? ¿Adónde vas, poeta?

Es la hora en que bullen las ciudades
de la ansiedad. Estúpidos cortejos
entre una palabrera algarabía
ventean avizor la prima noche,
como canes hambrientos, y se lanzan
en busca de placer. Monstruosos labios,
Molocs de piedra artificial, devoran
la frenética hilera interminable,
ávida de soñar (¡Cuán pobres sueños!)

Amarillos tranvías taciturnos
desflecan a intervalos la marea
en creciente del odio, entre las horas
estériles de no saber amar,
de no entender la luz.
(¡La luz, la hierba, el árbol,
el pájaro, la flor, el verso, el agua!)
Las gárrulas esfinges vocingleras
Los gárrulos altavoces y periódicos
proponen consignadas profecías
a torvos corazones harapientos. Y al conjuro,
en ojos mortecinos centellea
una ilusión aún. Ávidas manos
manos estériles
se aterran a jirones de la vida.
El prostíbulo brota en carcajadas
y arde en alcohol el árbol de la muerte.

¿Adónde va, poeta, ese camino?
Dios alienta en el aura de la noche,
y tú eres ya vilano de ese aliento.
Los rumbos de los muertos, en la noche,
¿adónde van? ¿Adónde, tu camino?

Un infinito anhelo, una tristeza
irreparable, una querencia oscura, turbia,
te arrastra, ¿hacia qué sierras o qué mares?
Bajo un tamiz de lunas en espectro,
se repelan pinadas a las cumbres,
en una fuga pánica; en lo hondo,
macizas sombras atenazan llanto:
agua, triste de noche. La llanura
es un lago de sombra y vaticinio.
¡Efluvios inmortales de un portento,
pausas de expectación, hálito alerta
de intactos seres surgen de la nada!
Los muertos, en la noche tienen rumbos.

Tristísima nostalgia hacia la carne.
¡Ser, ser, ansia de ser! Angustia, asfixia,
evocación, sin luces, de una ausencia,
arcos de puente, hacia la vida rotos,
¡oh rosas sumergidas, oh los lirios!
El desvaído mundo de los muertos
-¡ser!- quiere ser, y es sólo una memoria.

¿Dónde te lleva tu memoria ausente?
¿Siente quizá tu nada el alto soplo,
las agrias cresterías intangibles
de la sierra de plata, que recoge
de aquella vega (donde aún galopan
sombras de caballeros en algara)
el aroma y la luz dormida? ¿Acaso
te lleva el viento sobre los remates
de tu ciudad, que pueblan maravillas?
Tal vez sube la flor de la ribera
como un vaho hacia ti, y oyes las voces
y las quietas esquilas del ganado
y el cantar de las fuentes; ves tu casa,
la casa de tus sueños cuando niño.
Por la dulce ventana luminosa,
la rutinaria escena de otros días:
ya ponen tus hermanas los manteles;
la menor ahora canta, ahora se queda
pensativa, ahora ríe... (¿Un amor nuevo?)
¡Llegar! ¡Volver!

Pero en la brisa pasas,
y el imposible beso se deshace
en vedijas de aroma entre la noche.

Las horas lentas caen sobre tu olvido.
Y en el estanque, junto a los cipreses,
ni un pliegue, ni una luz.

¡Oh vida! ¡Oh vida!

III

Morir es aspirar una flor nueva,
un aroma que es sueño y nos invade
como un agua densísima. La Nada
acoge dulcemente a los vencidos.

Oh la Nada absoluta.
Los mortales temblamos a sus luces.
En esas claras horas del insomnio
he mirado sus ojos frente a frente:
es un amor, es un furor de hielo,
es una tromba quieta, sobre un mundo
sin extensión, sin forma, sin rumores.
Una idea de viento huracanado,
como el soplo de un dios posible, surge
del inminente hueco impenetrable.
¡Qué negras cabelleras derramadas,

qué ángulos estériles, qué augurios,
qué entrecortadas nieves, qué siseos!
Tristes aves sin sombra huyen perdidas
por cielos sin espacio. Desasidos
sueños sin soñador dejan estelas
inexistentes. Van con rotas jarcias
fantásticos navíos, a deshora,
cruzando un mar sin tiempo, proejando
hacia puertos sin nombre. Y en el fondo
del espectral laboratorio gélido,
en el alto alambique, borbotean
tiempo y eternidad.

Oh, no: la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Tiene amores de madre, y es la madre
adonde vuelve todo lo que vive.
Este gran frenesí siempre en futuro,
este anhelo insaciable de mañana,
por hondos tajos, por ignotas hoces
de sombra y luz, de espanto y de prodigio,
esta angustia de ser que es nuestra vida,
un día rompe el dique y se desborda
sobre el remanso oscuro del reposo
en el lago sin tiempo y sin ribera.
¡Pausas, fragor, susurros! Y la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.

Oh qué felicidad, cerrar los párpados
y entregarse a ese beso, el más hermoso
beso de nuestra vida. Oh noche quieta,
mudo testigo de la gran dulzura
en que se adensan nuestros claros días.
Oh gran sosiego, puerta negra al fondo,
cuando miran las pálidas estrellas
benignamente al que cruzó la linde.

Oh muerte, amada de este fiel amante
que es el que vive y en tu busca avanza
para saciarse en ti. Oh muerte, dulce,
leal enamorada y sin engaño:
recibe en tu reposo a nuestro amigo.
Siempre te amó, puesto que amó la vida.

¡Corónale de flores funerales,
mientras aquí esparcimos violetas
y lágrimas sobre una piedra muda!

A ti buscaba aquel sentido ignoto
de sus juegos de niño; a ti, los sueños
turbios de su terrible adolescencia.
Vio el mar, los bosques, las montañas súbitas
Sobre lentas llanuras dilatadas;
vio en los cielos las luces temblorosas
de las profundas noches de verano,
y le subía al alma una marea
de deseos oscuros: no sabía
que tú con mudas voces le llamabas.
Y conoció el amor. Vencidos cuerpos
se desplomaban sobre la delicia.
¿Lo fugaz conquistó lo permanente?

Allá abajo, en la veta más profunda
espiaba tu faz inescrutable.

¡Tú, muerte, tú, el amor; tú, en el amigo;
tú, la melancolía, los presagios,
los tímidos avances temblorosos;
tú, los rojos carbones y las llamas;
tú, el espasmo dulcísimo, tú oculta
amante, único amor, eterna amante!
Amó. Gritaba: "¡Vida! ¡Más, más vida!"
¡Amor, amor, principio de la muerte!

¡Terrible diosa de ojos dulces, sácialo!
Ya es sólo para ti: ya siempre tuyo.
Siempre. Ya es inmortal, ya es dios, ya es nada.

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