LA ANTIGUA CANCIÓN DE LA MARINA MERCANTE, de Raúl González Tuñón





ESCRIBIRÉ para vosotros, vosotros, mis amigos, mis camaradas (nos afeitamos todos los días, todos los días entramos a la ciudad como a un túnel luminoso seguros de encontrar la aventura, oh, ¡aventureros sin un cobre!).

-¡La credulidad nos hace falta, el fervor!

Escribiré para vosotros la sinfonía de la ciudad.

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Hombres de paso apresurado porque ignoran que todos caminamos hacia la muerte. Las columnitas de colores. Las manicuras son hermosas pero tienen manos heladas, de goma, y olor a pasillo de sanatorio. Conozco hombres de gran memoria, y por eso estúpidos, profesores graves, por eso ridículos, que han tomado en serio la vida y a las manicuras.

Un traspié, un ladrillazo a tiempo, todo lo echa a perder.

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Hablo del ruido que hacen los niños en los parques al caer sobre la arena desde lo alto de los toboganes. De las nodrizas que conversan con los guardias; de las nodrizas feas y virtuosas.

De los ómnibus que salen de la boca del día y en cuyos pescantes viajan los infelices.

De los covachuelistas encorvados que atraviesan la orilla del día llevando bajo el brazo pesados manuscritos amarillentos y misteriosos.

De las casas en construcción y la música de las alcantarillas.

(Los estudiantes suelen dar bromas a las autoridades arrojando cráneos humanos).

Oh, esta ciudad del río impuro, esta ciudad del cemento, en el esqueleto de los hormigones ha quedado prensado el sudor de los obreros que hablan todas las lenguas y a quienes la esperanza trajo de viejos países.

Sobre los rieles aceitados huye el camino.

Sólo los obreros de la electricidad se hallan en peligro.

El mundo es pequeño, dicen, pero en el pueblecito de Cassel han reñido dos tribus bohemias. Y Miss Margaret Reed, de Cincinnati, vive dentro de un zapato.

(Pero ya sé que todo esto no te divertirá gran cosa, querida.)

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Ventanas que se abren a la mañana dejando escapar en el aire grisado las últimas mariposas borrachas de las tulipas verdes.

La taberna de Peter Christophen es pequeña, fresca, cuelgan en sus ángulos cuadros de nieve con barcos y hombres envueltos en trajes de pieles.

Ascensores, cloacas, teatros cerrados, cinematógrafos que ostentan cartelones chillones, mujeres que vuelven con atados de ropa, jóvenes que hacen gimnasia, carros cargados de verduras, muchachas que sacuden alfombras en los balcones. (Podemos decirles: Los leones se sacan la cabeza en el circo y saludan, porque son muchachas simples y nos creerán todo.)

¿Qué podemos gritar, cuál es nuestro canto, nuestro santo y seña, quién «nos enseñará el fervor?» No sabemos otra cosa que andar, andar a través de los ruidos y cuando viene la noche a achicar la ciudad, acordarnos, acordarnos de lo que pudimos ser, de lo que pudimos haber hecho, de todos esos rostros que se han esfumado en el tiempo y de un pueblo de calles angostas que conocimos. El único rumor que adornaba la atmósfera era el rumor siempre igual de las acequias.

Chilecito, Catuna, Ambil, El Milagro. Había tiradores 

famosos, ingenieros franceses, ranchos de quinchas, lunas rojas, minúsculas estaciones. Conozco también Zapala. Hubo un asesinato, en aquel entonces. Yo amaba los motores Deering y era íntimo amigo de un cazador de zorros

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¿De quién es la vida? ¿Quién está haciendo la vida?

Oh, nosotros, nosotros somos comparsas. La vida es de los millonarios, de los atletas, de los perfumistas, de los aviadores, de los contrabandistas y de los escribanos. Somos comparsas, comparsas, como los leones que se sacan la cabeza en el circo y saludan.

Amo los puertos (es el único sitio en donde puede aguardarse algo, un barco, un sueño, una mujer, un camarada, un pájaro). Amo los puertos arrugados por-todos los acordeones del mundo. Siempre hay un tugurio con un globo de luz roja a la puerta.

Omnibus, tranvías, subterráneos, vidrieras, y el mapa de las estaciones del ferrocarril, el mapa percudido por el dedo innumerable de los viajeros.

A esta hora los mochuelos chillan en las ventanas de la Calle del Agujero en la Media.

Kiki, mascando goma, entra a la casa, y al subir por la escalera torcida, húmeda y sucia, canta, empolvada, inconsciente y feliz, la Antigua Canción de la Marina Mercante.

Victor Mac Laglen la conoce y él mismo se la enseñó a Kiki, mientras le mostraba los curiosos tatuajes de su brazo izquierdo:

SINGAPUR RAMYANI LUCE ETIQUETA NEGRA CABO WILKES AURORA.

Mientras vosotros trabajáis en las ciudades, nosotros cantamos en el mar, en el mar grande, montaña, llanura, verde y azul, negro y celeste. A vuestro lado pasan los millonarios con sus mujeres mientras para nosotros el filipino suena su banjo melancólico y es lindo balancearse en el aire dorado, con un porrón de ginebra al pie y los labios salados y el alma despierta. Nosotros, nosotros bajaremos al puerto, y en la taberna, sentiremos todavía el rumor del mar como en los caracoles. Pero la noche tendrá que venir a tender un puente entre nosotros y la ciudad, y entre nosotros y vosotros, camareros, contrabandistas, ladrones, guardas de ómnibus y policías, será frontera el silencio.

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