LOS PAJAROS CIEGOS, de José Portogalo

 



1

Doménico Scalise,
italiano del sur de la península,
pescador, albañil, peón en una chacra
y silbador de tangos en mi barrio.

(Villa Ortúzar entonces nacía en una esquina.
Acordeón de los patios perfumaba sus tardes,
guitarra bolichera su noche de las quintas,
una plaza soñaba, confiada, entre gorriones
y pibes que encontraban su destino en la calle.)

Cuando vine a estas tierras era un niño,
tenía un cielo de oro en las espaldas
y un pájaro en los ojos.

Un día llegué al sueño. Desde entonces
reposo en una fosa golpeado por la lluvia,
por los vientos australes y la nieve.

Cavé mi propia tumba
y al levantar los brazos miré al cielo gritando
¡viva la libertad!

Un proyectil de máuser agujereó mi frente.
Pero no he muerto, sigo respirando en el mundo.
Mi ceniza es del pueblo.

 2

Fermín Aguirre, hermano del jilguero.
Desde gurí, descalzo sin letras, con un silbo,
soñé junto a la orilla del río con el cielo.

Fui tropero después. Bajo la Cruz del Sur
arrimé a mi cansancio la vigilia del sueño.
Y fui además galope, temblor de brisa suelta,
incendiado de parvas y eucaliptos
con los cantos del gallo sobre el hombro.

Los pájaros venían de las nubes
-calandrias que orquestaban todo el rumor del alba,
y estaba el colibrí como un relámpago
y el zorzal con su cofre de cristal y rocío,
también estaba el mirlo con su carbón de plumas
y el cardenal, arisco, de púrpura y ceniza-.
La tarde, mi hermanita desnuda entre los cardos,
traía el corazón de las cigarras,
el sauce su pobreza
de pescador confiado en el milagro,
la noche sus harapos de vieja en los caminos.

Mi voz era la brasa de una copla
con desvelo de pueblo en la guitarra
y un saludo efusivo de boliche y galpones.

Chingolito celeste latía mi palabra.

Un día dije: -Amigos, el trigo está en mis manos,
es mío y me lo roban con sus dientes la máquina,
los silos, las planillas, las bolsas, los anteojos
y aquel «Prívate», espeso cubil de oro podrido.

(Entonces eran míos tan sólo la distancia,
el aire, el mate amargo, la hermosura del cielo;
tenía por almohada las ortigas,
por sábana los trapos de la noche al sereno
y por amor la copla de mis penas.)

Cuando dije «la tierra es mía, es tuya»,
alguien quebró mi voz. Ya no estaba en el día
chingolito celeste, mi palabra.

Unas gotas de sangre, amontonadas,
mojaban mi cabeza entre los yuyos.

Mi epitafio es un trébol que sonríe en el campo.

3

Fue una tarde, en octubre.

La primavera entonces lucía entre los árboles
sus primeros fulgores.

Los gorriones, tan díscolos, llegaban a la fuente,
se mojaban el pico, sacudían las alas
y luego recortaban el aire con su vuelo.

El cielo estaba azul sobre la laza,
se paseaba, inocente, en los canteros
y soñaba, después entre las hojas.

Alguien gritó:
¡viva libertad!

Junto a un charco de sangre estaba yo.
Yo Juan Pérez, asturiano, profesión panadero,
veinte años de Argentina, con tres hijos,
un río de esperanza entre mis manos,
el corazón del mundo en mi garganta
y una copla en mi pecho.

La primavera, ciega, se amontonó en mi sangre.
Desde entonces mi copla perdura entre los pájaros.

4

Viene el aires y pregunta:
-¿Quién eres tú?
La tierra que me alberga, contesta:
-Es un adolescente, asesinado
hace ya cuatro décadas y media, en una calle.
Tenía madre, padre, hermanos y un oficio.
Era digno y resuelto como un pájaro.
También era muy pobre. Sin embargo, reía
con esa risa fresca de los niños
que aman el corazón de la mañana,
la aventura, los grillos y las locomotoras
que dan el horizonte en sus silbatos.

Era igual que una ráfaga.
Su vida, esparcida entre amigos, traía una bandera
de pan, de manos sueltas, de voces fraternales.

Su vida era un saludo de campana y de hoguera,
cordial como esa música de acordeón en la noche.

Su escudo era el escoplo, la garlopa y la gubia.

Quería a una muchacha con el nombre de un sueño
y al cielo que en su barrio tuteaba a las palomas,
el agua de los charcos,
las veredas, el cerco, la casa de los pobres.

Un primero de mayo, mil novecientos nueve,
un proyectil de máuser
lo tumbó sobre el barro de Céspedes,
esquina Álvarez Thomas. Se llamaba José.

Su apellido español verdece en un romero.

Viene el aire y pregunta:
-¿Quién eres tú, contesta?
-Apenas soy un hombre. La edad no la recuerdo.
Sólo sé que al nacer, mi padre, con el júbilo
de un muchacho, brindó por mi llegada.
Creo que lleva el nombre de Alem aquella fecha.
Mi destino nació señalado en la pólvora.

Viene el aire y pregunta:
¿Quién eres tú?

La tierra que me alberga, contesta:
-La mañana, infinita, en su tumba fulgura.

5

En la fosa común, aislado, entre los yuyos,
no sé qué haré, desnudo, con esta muerte mía
que cabe en una flor.
(Al paso de pesados camiones de lecheros
y de la madrugada que llega de las quintas,
me acerco a aquellos díasde mi infancia olvidada
nacida de repente en un badío).

Estoy solo, gritando, en una esquina,
pelándome la voz como un pájaro ciego.

La mañana venía cargada de gorriones,
de tranvías, chirriantes, con rumor de mercados,
de suburbio, bostezo, blasfemias y silbidos
que traían un sueño de muchacha o la imagen
de un corazón que ríe, silencioso, en un beso.

Alguien compraba un diario.
Me daba su chirola de sonrisas un viejo,
su grito un vigilante mal dormido,
su mano el sol cordial tendido en la vereda.

La noche, una madrastra, me cerraba los párpados,
sus estrellas caían en mí como una colcha;
también el viento, a veces, me cubría las carnes
y hasta un perro llenaba de asombro mi inocencia
-sus ojos, empapados de ternura, fulgían
goteando dulcemente por las lágrimas-.

Yo respondía al nombre de Juan o «Pie de vidrio».
Y un día, cara al cielo, quedé sobre el asfalto.
(No tengo otros recuerdos de mi vida de niño.
Y ahora en el osario común, bajo la tierra,
no sé si yo he nacido, ni si esta muerte mía
está en mi corazón, como yo, solitaria.)

Y es este mi epitafio: «Pie de vidrio», un expósito.

6

Ni siquiera recuerdo soy ahora,
sino resaca, corcho en la bahía
del último recodo.
Sin embargo, mujer de todos, tuve
mi pequeña alegría, mi dicha silenciosa;
fui la amiga ignorada de los adolescentes
que estrujaban, vehementes, la hoguera de mi cuerpo.
(Ella, la tibia ráfaga, el agua del milagro,
la media luz y el cáliz de una rosa;
los veía llegar,
súbitos abejorros anhelantes
-delirio, llama, fiebre-, desplegando sus alas, abriéndose a la vida como finas corolas
o beso alucinante del amor inocente,
árboles musicales de rocío y luceros,
llovizna, espuma, pájaros de su cielo perdido.)

No fui mala.
Yo caí como todas en esa telaraña
de engaños, esa urdimbre
de zapatos, de medias, de risa y automóviles;
alegre, linda, frívola, secretaria
de un jefe de oficina, me perdieron las joyas
y el temor a ser trapo de fábrica y miseria,
resignada, volcada sobre un catre,
desgarrando mis manos, mi vientre en una tina.

Ni siquiera recuerdo soy ahora,
sino resaca, corcho en la bahía
del último recodo.

Sin embargo, conservo la imagen de mis noches
de oscura prostituta que amó las mariposas
de aquel cielo de trenzas y pobreza, caído
en una callecita de mi barrio.
Una colcha embarrada, de seda, es mi epitafio.

7

Mi padre violinista, fracasó en Buenos Aires.
Sin embargo su nombre -Pierángelo- traía
«gli uccelli» luminosos de las calles de Nápoles;
Doménico Scarlatti, heraldo de sus pájaros,
clareaba el mundo denso de su infancia y sus lágrimas.

Era joven entonces. Soñó graciosos días
de niebla, de castillos azules en el aire;
quiso las mariposas, las colinas celestes,
la música del mar, las golondrinas,
el dulce resplandor de las estrellas,
las mañanas cargadas de rocío y gorjeos,
el cielo de los besos entre los abedules,
las yemas palpitantes de la espiga dorada,
el cálido rumor de las campanas, la noche
con sus hondos misterios, con sus éxtasis
y su frente caída sobre el musgo.
Amó como ninguno la gloria. Con sus sueños,
con su hoguera de lámpara, su mundo
de magia y corazones en la brisa,
nos dio después el pan y el agua de los pobres.

Clavando media-suelas lo sorprendió la muerte.

Mi madre cargó bultos. Lavaba.
Creo que fue en el Once, patio de conventillo.
Cuando murió tenía las manos como un trapo.
Mi hermana Genoveva fugó de nuestra casa.
Amaba el suave roce de la seda y el oro.
Desde entonces sus pasos quedaron en la sombra.
(Mis recuerdos de niño la esperan todavía.
La conservo en mis ojos con sus trenzas oscuras
y su fresca alegría de niña en una plaza.)

En mi pecho latía
el pesado aldabón del llanto de mi padre,
su fiebre, su agonía, su fracaso;
latía el corazón deshecho de su música,
la madera enlutada de su violín translúcido
que guardaba la imagen de mi madre.

(Buenos Aires crecía en las orillas.
Era la gran usina, el túnel gigantesco,
también la rata súbita, la tímida paloma,
la ganzúa, el prostíbulo, la calle, el rascacielo
y el pan para mis manos de araña en los tranvías)

Pude ser abogado, médico o comerciante.
y fui solo un ladrón.

Mi epitafio es la letra de un tango sin posdata.

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