EL AMOR, de Miguel Oscar Menassa




Recuerdo tu vientre de pantera destrozado.

Mis dientes.
Tus garras hechas cenizas en mi rostro.
Tu ferocidad perfecta detenida en mi belleza perfecta.

Recuerdo el agudo violín entre tus piernas,
sexo desesperado,
intentando los sonidos del cielo,
tensando infinitamente, hasta no poder más,
tu cuerpo en el espacio, para alcanzar,
los bordes de mi voz.

Yo cantaba como si fuera natural en el hombre cantar.

Registrar lo sublime,
                                 decías;
y tu música,
alta como las cumbres
que nacen por encima de las cumbres,
nieve dolorosa y eterna,
                                 tu música,
se detenía para caer,
                                  -sinfonía final-
descuartizada bruscamente, tragada,
por el temblor oscuro de mi canto.

Yo tocaba el tambor y la volvía loca.
Cuando se volvía loca, 
y no le importaba ya la música
se perfumaba para mí  conversábamos
de lo difícil que es cantar.
Bebíamos alcoholes.
bebíamos alcoholes y fumábamos,    
lentamente nuestras miserias.

Ella me decía y yo le decía:

Quiero inundar con mi locura el universo.

Y más allá, qué harás, después del universo.

Ella se quedaba en silencio y yo le decía:

Esta mañana te hizo mal jugar,
a ver quién llegaba más alto con su canto.
Le acaricio la frente y le digo,
ni te llegué a ganar,
dejaste de jugar a lo sublime, asustada
por el temblor de esos tambores de la selva,
sonando en pleno cielo.

Ella hacía una mueca y yo me quedaba en silencio.

El viento rozaba levemente nuestros cabellos,
ninguno de los dos, conocía el desenlace.
Cuando no sabíamos qué hacer, fumábamos,
y era divertido cuando fumábamos,
ver cómo el humo formaba a su alrededor,
delgadas columnas de cristal,
varas finísimas de mimbre y de marfil,
para que su cuerpo
tuviera esa presencia iluminada y cantarina, 
y a la vez, esa lejanía.

Ella me decía y yo fumaba,
para que no faltase el humo en la construcción de su grandeza.

Cuando fumamos te pones como un idiota,
no haces otra cosa que mirarme y me avergüenzo,
y deseo escuchar el estallido de mi deseo,
y te veo ahí,
tan callado en tus ojos,
                                    y soy atrapada,
por el leve murmullo de tus versos,
como cuando jugábamos esta mañana a lo sublime,
y no lo puedo creer.
                          Dime ¿quién eres?
la calma del mimbre o la belleza del marfil,
orangután sin voz,
o cristalino canto inolvidable.

Y se agarraba la cabeza con las dos manos,
y se zambullía en mí como en el mar,
gritando,
-almeja delirante-
                      no puedo más.
Se retorcía en mi vientre,
buscando pez compañero,
                           divinidad marítima,
que le mostrara los secretos del mar.
Se alimentaba con mi semen ya ratos,
levantaba la cabeza para decir:

Todo es hermoso. Gracias.

Yo
iba saliendo de mi sopor, como podía.
Ella
acurrucada pequeña,
grandiosa en mi vientre.
Su belleza perfecta detenida en mi ferocidad perfecta.

Yo le decía, mientras ella agonizaba:

Ahora que estás muerta,
quiero que bailes como bailan los peces en el mar,
las noches que lo poético invade sus entrañas.
Ahora que estás muerta,
quiero que bailes para mí una danza de amor.
y nada de vuelos nocturnos,
hoy nos quedaremos a dormir en casa.

La sacudo para que abra sus ojos,
la levanto en mis brazos
y la tiro contra el techo de la habitación
y ella,
cae varias veces, pesadamente al suelo.
Se terminó el juego, me digo,
ella está muerta.

Y comienzo a buscar con mi boca en su cuerpo,
el diamante perdido.
y sus movimientos vuelven a ser como de camelias.
Frente a mi sorpresa aúlla
y en ese aullido toca los confines del cielo,
y esta vez lo sé, no habrá poema,
que contenga ese grito. 

Cuando volvía,
despeinada y maltrecha, me decía.
Eres un tonto, me veías volar
y ni siquiera intentabas alcanzarme.
Así cualquiera vuela alto.
Cuando volaba,
te veía, sobre la cama esperándome,
y cada vez más alto, me volvía más loca.
Inmensidad, cerca del cielo, en esa soledad,
más que gozar,
el espanto se anudaba en mis ojos
y aterricé lo más rápidamente
y ahora, te prometo, volar siempre contigo,
y en ese gesto,
                 una vez más,
                               moría. 

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