ALGUNA MEMORIA III, de Raúl Gustavo Aquirre

 


Es éste el límite del mundo, afilado hasta la extremaunción, donde mi oficio termina y tu perfume se presiente.

Nos deteníamos para disputarnos esas extrañas piedras con que tropezábamos a cada momento. Cada vez eran menos numerosas a medida que nos acercábamos a ti.

Presencia jamás compensada, insólita, ¿cómo es que duras ante mis ojos, cómo es que vives en mi país?

Te esfuerzas por mantener la unidad de tu cuerpo, por estar aquí. Pero tus amistades son enojosas para la eternidad que te reclama. Y por esa restricción a la niñez celestial que cuestiona tu sexo, vives, intensamente, bajo el peligro constante de ascensión y de metamorfosis.

Ojos maravillosos que a veces te recuerdan y que a veces te -olvidan.

En el destello de nuestra separación -azul velocísimo- yo
te saludo, mi alma, mi extranjera.

Alba donde pululan los monstruos, alba siempre dispuesta a transformarte en poema, alba invisible siempre, perdida entre las nieblas y los hierros del mundo.

Sabes que donde la belleza culmina, ella y la angustia se
confunden. (El rayo negro nos desnuda sobre una realidad que vacila entre el éxtasis y el espanto, la vida recuperada y la inexplicable ausencia, mientras tú me abrazas, desesperadamente, sabiéndome víctima, una vez más, de la disonancia metafísica.)

Nada te defiende en la noche perfecta.

Bien sé que te asfixias en la felicidad dispuesta por los propietarios de tu presencia en el mundo. Bien sé que sufres a menudo grandes dolores extranjeros, prohibidos por la ley. Exilados los dos, juntos bajo un cielo magnífico, creemos por un instante -oh poema- haber hallado tu país.

Te invento para hablarte. Me inventas para verte.

Tantos enigmas consienten a tu presencia.

Desconfías de esa especie de sueño que anula las dificultades de la vigilia en beneficio de un país hipotético, en cuyas aduanas la parte más fértil del hombre queda a merced de la exacción. Pero esa tiniebla ávida de nuestras fuerzas no debe ser confundida con aquella otra donde se origina el signo que renueva el alba y hace comparecer a los monstruos.

Pasa la breve luciérnaga, inclusa en la ley de su reino. Pasa y se ilumina.

Presencia que parecieras desmentirme cuando la tristeza del mundo ya iba a negarte, y que culminas y desapareces entre mis brazos de relámpago.

El amor y el viento. Lo demás pasará.

A cada movimiento, una nueva piedra aumenta su muralla del equívoco que te circunda. Es preciso derribar algo de tiempo en tiempo, a pesar de las objeciones de los cronistas del rey.

Vivo en la hierba de tu desprendimiento. Soy el cazador furtivo a quien la noche ha transformado en centinela exhausto.

Contigüidad insaciable, fidelidad lejana...

Amante, los monstruos que te amaban resplandecían antes de morir.

¡Miserables, miserables del mundo, de quienes está hecho el rayo de tu presencia!

Eres parecida a ese fuego que un caminante solitario enciende en el umbral de la noche y donde se reúne, para no morir, toda la claridad de la tierra.

Ebrio estoy de este universo que compromete su destino por acordarse con tu mirada, por ser tu cómplice...

Alma de todo lo que me subleva, tú eres mi fuego, constante y mi primera ceniza.

Hay en mi vida una especie de nada que sólo existe por ella. Hay en mi vida un pozo de vida. Tú no lo ignoras, tú me abrazas.

Me abrazas, para que no olvide el tiempo en que nada sabía
de ti.

¿Qué harás en este desierto donde hasta las piedras se esfuman, sino quedarte y compartirlo? Tú, criatura que no eres de aquí pero que nos quieres aquí, pobres, inmensos, dementes, obstinados.

iCómo es difícil para ti retener en el viento esa pasión del viento que te crea! Pero la noche donde reinas y desapareces jamás será vencida, ¡oh amenazada!

¿Seremos también nosotros, al morir, los contrarios de la Poesía?

¿Por qué si jamás les has interrumpido, si ellos son más fuertes que tú, más numerosos y más firmes, todo un ejército de profesionales te odia? Cuando apareces entre ellos, por un error, por un descuido, los directores se turban, los mitomaniacos exhalan largas memorias, los parásitos de las Escrituras evidencian síntomas de sofocación. ¿Por qué? ¡No soy yo, que me inclino por ellos, que me confundo con ellos para verte! Nuestros gestos son ambiguos y te odiamos, te odiamos porque tú nos anulas los discursos, nos echas a perder nuestras más hábiles combinaciones y tus ojos nos revelan que todavía -a pesar de nuestro poder y de nuestra destreza y de nuestros antepasados- no hemos comenzado a existir para ti.

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