DESPUÉS, de Cesare Pavese

 


Está tendida la colina y la lluvia la embebe en silencio.

Llueve sobre las casas: la angosta ventana
se ha llenado de un verde más fresco y desnudo.
Mi compañera estaba tendida junto a mí: la ventana
estaba vacía, nadie miraba, estábamos desnudos.
En esos momentos su cuerpo secreto camina por la calle
con ese andar suyo, pero el ritmo es más flojo; la lluvia
cae como su andar, ligera y fatigada.
Mi compañera no ve la colina desnuda,
amodorrada en la humedad: transita por la calle
y la gente que topa con ella no lo sabe.

Al atardecer,
la colina está surcada por capas de niebla,
la ventana acoge incluso su vapor. A esta hora,
la calle está desierta; la solitaria colina
tiene una vida remota en el cuerpo más sombrío.
Yacíamos fatigados en la humedad
de los dos cuerpos, cada cual amodorrado sobre el otro.

De hacer una tarde más agradable, con tibio sol
y con frescos colores, la calle sería algo precioso.
Da gusto caminar por la calle, gozando
un recuerdo del cuerpo, pero con todo difuso alrededor.

En las hojas de las alamedas, en el paso indolente de las mujeres,
en las voces de todos, hay parte de la vida
que ambos cuerpos olvidaron, pero que es asimismo un milagro.
Y descubrir, al final de la calle, la colina
entre casas y mirarla y pensar que a mi lado
mi compañera la mira por la angosta ventana.

La desnuda colina se ha hundido en la oscuridad
y la lluvia murmura. No está la compañera
que consigo se llevó el dulce cuerpo y la sonrisa.
Pero mañana, en el cielo lavado del alba,
la compañera saldrá por las calles, ligera
en su andar. Si queremos, podremos encontrarnos.

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