LA CLASE, de Vicente Aleixandre

 


Como un niño que en la tarde brumosa va diciendo su lección y se duerme.

Y allí sobre el magno pupitre está el mudo profesor que no escucha.

Y ha entrado en la última hora un vapor leve, porfiado, pronto espesísimo, y ha ido envolviéndolos a todos.

Todos blandos, tranquilos, serenados, suspiradores,

ah, cuán verdaderamente reconocibles.

Por la mañana han jugado,

han quebrado, proyectado sus límites, sus ángulos, sus risas, sus imprecaciones, quizá sus lloros.

Y ahora una brisa inoíble, una bruma, un silencio, casi un beso, los une,

los borra, los acaricia, suavísimamente los recompone.

Ahora son como son. Ahora puede reconocérseles.

Y todos en la clase se han ido adurmiendo.

Y se alza la voz todavía, porque la clase dormida se sobrevive.

Una borrosa voz sin destino, que se oye y que no se supiera ya de quién fuese.

Y existe la bruma dulce, casi olorosa, embriagante,

y todos tienen su cabeza sobre la blanda nube que los envuelve.

Y quizá un niño medio se despierta y entreabre los ojos,

y  mira y ve también el alto pupitre desdibujado y sobre él el bulto grueso, casi de trapo, dormido, caído,

del abolido profesor que allí sueña.

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