CANTO 2 (fragmento) DE CANTOS DE MALDOROR, del Conde de Lautremont



He mostrado a los hombres las armas con las que pueden combatirla con ventaja. No están todavía familiarizados con ella, pero sabe que, para mí, es como paja que se lleva el viento. Le hago el mismo caso. Si quisiera aprovechar la ocasión que se presenta para hacer más sutiles esas discusiones poéticas, añadiría que hago, incluso, más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Sufrieron un penoso fracaso el día que se colocaron ante mí. Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no permitir que me cerrara el paso. Si se hubiera presentado con la modestia y la humildad propias de su rango, y de las que nunca hubiera debido prescindir, la habría escuchado. Su orgullo no me gustaba. Extendí una mano y trituré sus garras con mis dedos; cayeron hechas polvo bajo la creciente presión de esa nueva especie de mortero. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Expulsé, luego, de mi casa, a latigazos, a aquella mujer, y no volví a verla. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria... Con una cabeza, cuyo cráneo roía, en la mano, me mantuve sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio excavado en la ladera de la montaña. Se me vio descender al valle, mientras la piel de mi pecho permanecía inmóvil y calma, como la losa de una sepultura. Con una cabeza, cuyo crá- neo roía, en la mano, nadé por los más peligrosos remolinos, recorrí los mortales escollos y me sumergí bajo las corrientes para asistir, como un extraño, a los combates de los monstruos marinos; me aparté de la orilla hasta que desapareció de mi penetrante vista, y los horrendos calambres, con su paralizador magnetismo, merodeaban en torno a mis miembros que hendían las olas con potentes movimientos, sin osar acercarse. Se me vio, sano y salvo, en la playa, mientras la piel de mi pecho permanecía inmóvil y calma, como la losa de una sepultura. Con una cabeza, cuyo cráneo roía, en la mano, subí por los ascendentes peldaños de una elevada torre. Llegué, con las piernas fatigadas, a la plataforma vertiginosa. Miré la campiña, el mar; miré el sol, el firmamento. Empujando con el pie el granito, que no retrocedió, desafié la muerte y la venganza divina con un abucheo supremo y me precipité, como un adoquín, en la boca del espacio. Los hombres oyeron el doloroso y resonante choque que produjo el encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había abandonado en mi caída. Se me vio descender, con la lentitud del pájaro, llevado por una nube invisible, y recoger la cabeza para forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel mismo día, mientras la piel de mi pecho permanecía inmóvil y calma, como la losa de una sepultura. Con una cabeza, cuyo cráneo roía, en la mano, me dirigí al lugar donde se levantan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué bajo la cuchilla la gracia suave de los cuellos de tres muchachas. Verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, y el metal triangular, cayendo oblicuamente, cortó tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse, luego, la mía bajo el pesado filo y el sayón se preparó para cumplir con su deber. Tres veces cayó la cuchilla por entre las ranuras con renovado vigor; tres veces, mi armazón material, sobre todo, en el lugar donde se asienta el cuello, se vio conmovido hasta sus fundamentos, como cuando en sueños, nos imaginamos aplastados por una casa que se derrumba.

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